No recuerdo la última vez que oí a alguien decir “¡Achará!”. Debe haber sido hace mucho tiempo, quizá cuando la música disco reinaba suprema y John Travolta, con pelo natural y treinta kilos menos, hacía suspirar al gallinero. Aún más atrás en el tiempo, se hunde acuantá, expresión propia de una Costa Rica rural y campesina que es hoy solo historia.
Pongan ustedes también, en el baúl de las palabras que el tiempo se llevó, a esta (incompleta) lista: aviados, confisgado, tulenco y, las más urbanas, toreado y pelis. De todas esas, medio sobrevive el tuanis, que se ha resistido a pasar al panteón de los recuerdos inútiles. Que yo sepa, la única que adquirió más fuerza es mae, distinguido vocablo que ha alcanzado el estatus de símbolo nacional, junto con el tímido yigüirro.
Como no soy lingüista, esta referencia a las palabras muertas no derivará en una profunda disquisición sobre el carácter vivo del lenguaje y su relación con la sociedad que lo habla y, a la vez, es moldeada por él. Nada me gustaría más que ser un mago del verbo, pero de mago, nada, ni el truco.
Observar las palabras —cómo saltan y se mezclan entre sí— es, sin embargo, oficio indispensable para todo estudioso de la realidad social: tienen la doble cualidad de describir las cosas y de definirlas de ciertas maneras (y no de otras).
Vean ustedes la diferencia que hay entre decir “el covid 19 es una gripecita” (presidente Bolsonaro, Brasil), “el covid-19 plantea el desafío más grande a nuestra generación (presidente Alvarado, Costa Rica) o “no hay covid en nuestro país debido a la protección divina” (vicepresidenta Murillo, Nicaragua). ¿Tienen estos dichos consecuencias reales o no?
Entonces, ahora sí, voy a lo que vinimos: cuando la Sala IV dice que la Constitución ampara el matrimonio entre personas del mismo sexo y da un plazo de 18 meses para que, si el Congreso no actúa, se deroguen todas las normas que se le opongan, ¿está dando 18 meses, 24 o 54? ¿Está dando un plazo impostergable o medio postergable? ¿Es una sentencia judicial o una excitativa?
Si a las palabras se les da, arbitrariamente, el sentido que usted o yo queramos, entonces, ahí sí, estamos aviados. Acharita la democracia, que requiere un criterio de verdad sobre la vigencia del Estado de derecho. Sin este, quedamos bien pelis, nada tuanis, por cierto.
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El autor es sociólogo.