Viajo en tren a mi trabajo desde hace unas semanas. Menos cómodo, pero más barato, puntual y sin presas. Todo bien, excepto, debo reconocerlo, por el vértigo que me da cuando pasamos por el puente sobre el río Virilla, cuyo contaminadísimo cauce, por siglos, nos ha aglomerado a huetares y vallecentralinos.
Suspendido a 60 metros de altura y precedido de una peligrosa combinación de curva y descenso, es un símbolo, para mí, de la fragilidad de la vida humana y de la capacidad para la insensatez colectiva de que somos capaces los hijos de esta tierra.
Esas fotos espantosas, que registran los cuerpos mutilados, los huesos rotos y las carnes abiertas de hombres, mujeres y niños, son testimonio de lo poco que hace falta para convertir una vida llena de ilusiones en un amasijo de miembros descoyuntados y tendones reventados.
Dan cuenta, además, de cómo una concatenación de pequeños descuidos y decisiones irracionales pueden acabar precipitándonos, a todos en pelota, al abismo. Ambas cosas me angustian de cara a las elecciones nacionales del 2026, año en el que se cumplirá un siglo de aquella tragedia y en el que, estoy convencido, podríamos descarrilar como país de manera definitiva.
Aparte de la larga lista de problemas que hemos ido acumulando, de los cuales la desigualdad y la violencia criminal son los más lacerantes, nuestra pequeña república desarmada —y, en ese tanto, absolutamente dependiente de las instituciones del derecho internacional— deberá subsistir en un mundo oscuro.
El retroceso de la democracia es una realidad en todas partes. Cada vez es más evidente que Ucrania perderá la guerra y que el Estado mafioso que la invadió querrá seguir extendiéndose hacia los países bálticos. Europa, consciente de ello y de que en EE. UU. podría volver a gobernar Trump (tan iliberal, misógino, homófobo, racista, corrupto y antiilustrado como Putin), está armándose hasta los dientes.
La ocasión podría ser propicia para que, por fin, China fagocite a Taiwán, incendiando el sudeste asiático. En Oriente Medio, si Netanyahu logra afianzarse políticamente sobre los cadáveres de miles de palestinos, acabará con la única democracia de la región, que era lo que estaba haciendo antes de los brutales atentados terroristas de octubre del 2023. Y en el norte de América Central, donde de la tercera ola de la democracia ya solo queda un charco con dengue, parecieran consolidarse, como poco, dos dictaduras sin disimulos, en Nicaragua y en El Salvador. El invierno se acerca y aquí la gran discusión nacional es sobre puentes bailey o sobre si un hospital debe construirse en un terreno o en otro.
Sin margen de error
El proceso electoral del 2026 será para los costarricenses como esos partidos de repechaje en los que ya no hay margen de error. Hasta el momento hemos vivido de las rentas de buenas decisiones tomadas por nuestros ancestros. Tres ejemplos: en un par de momentos de graves crisis institucionales, la peor durante la administración Carazo, no hemos desbarrancado hacia el golpe de Estado gracias a que se abolió el ejército. La pandemia de covid-19 no arrasó con la población gracias a la formidable resiliencia de un sistema de salud languideciente, pero visionariamente diseñado. Y los desmanes autoritarios y de corrupción de distintos gobiernos han sido contenidos por una eficaz red de órganos de control, estatales, como el Poder Judicial, y de la sociedad civil, como la prensa.
Así, a pesar de los pesares, según The Economist, seguimos siendo una de las únicas 24 democracias plenas del mundo; la número 17 para ser exactos, por delante de Austria, el Reino Unido o Francia, en un índice de 167 países.
Aunque esa posición de Costa Rica raya en lo milagroso y caso de estudio para politólogos de todo el mundo, no permite echar las campanas al vuelo si se le mira de cerca. Si se considera, por ejemplo, que mucho del alto puntaje responde a que el país cuenta con un organismo electoral de primer nivel mundial, pero, a la vez, muestra un sistema de partidos que, tanto por la cantidad de sus agrupaciones como por el hecho de que, en realidad, no agrupan a casi nadie, oscila entre lo ridículo y lo folclórico.
Nuestra democracia es frágil porque nuestra cultura política es baja. Es más, hay democracias defectuosas con mejor puntuación que nosotros en ese rubro, que es de todos en el que puntuamos más bajo. No ser capaces de debatir razonablemente, en muchos casos ni siquiera de comprender lo que nos está pasando, y no ser capaces de articular plataformas de acción política con las que nos sintamos identificados, y que gracias a esa representatividad puedan formalizar grandes propuestas susceptibles de ser negociadas en la esfera pública, es la ruta hacia el despeñadero, por más impecables que sigan siendo nuestros comicios.
Hemos malgastado tanto tiempo en una estéril confrontación permanente sobre cualquier cosa menos sobre los desafíos de nuestro futuro colectivo, que, si el país no ha explotado socialmente, como Chile en el 2019, es solo por la abulia con la que un profundo sentimiento de derrota ha cubierto nuestros espíritus.
Si no hay convulsión social, no es porque el cuerpo repose en placentera salud, sino porque ya muchas de sus partes están necrosadas. Por eso las elecciones del 2026 son tan importantes. Por eso no podemos darnos el “lujo” de desaprovecharlas de alguna de las varias formas que hay de hacerlo y que me permito enumerar a continuación.
Tipos de candidaturas
Dejando de lado el caso extremo de eventuales candidaturas animadas por la corrupción (que me recuerda que, aparte del exceso de velocidad, una de las causas de la tragedia del Virilla fue que los vagones iban con el doble de pasajeros por la sobreventa de tiquetes), hay otros dos tipos de candidaturas no menos perniciosas: las de los figurantes, que, sabiendo de antemano que no llegarán al 1 % de los votos, se postulan e impiden que tengamos un debate razonable de opciones viables, y las de los charlatanes, que sin tener la menor idea de los problemas nacionales ni de cómo resolverlos, frívolamente se postulan, recordándonos, como también ocurrió en la tragedia ferroviaria, la altísima factura que en tantos ámbitos hemos pagado los costarricenses por la tara mediocre de la improvisación.
Otros dos tipos, en este caso no solo de candidatos, sino también de votantes, que podrían minar el valor social de un proceso electoral, son los desenfocados que elevan temas tangenciales al centro del debate público. Sería lamentable que volvamos a desaprovechar la inapreciable oportunidad que da un proceso electoral libre, en el que se garantiza la libertad de expresión e información, en el que podemos debatir e inquirir en las propuestas y en el que la pureza de nuestros sufragios está garantizada, en disquisiciones efectistas sobre asuntos particularísimos, que, sin ser los grandes problemas nacionales, suelen utilizarse como distractores y polarizadores.
El otro tipo son los ayatolas, esos que predican que solo ellos y los de su grupo son capaces y honrados, y que todos los demás partidos y políticos son una patulea de corruptos e incompetentes de los que ellos vienen a salvarnos. Una tontería condenada al fracaso, porque en democracia, sobre todo con sistemas de partidos tan fragmentados como el nuestro, gobernar es contar con todos.
Tipos de ciudadanos
Por último, dos tipos crecientes de ciudadanos podrían frustrar las mejores posibilidades que nos abre el proceso electoral. Los hinchas, incapaces de comprender razones ajenas y, sobre todo, de exigirles a sus ídolos coherencia y evidencias de lo que afirman, y los exquisitos, esos que, olvidándose de su condición y responsabilidades como ciudadanos, se comportan como consumidores, y que solo esperan cada cuatro años a ver las candidaturas propuestas para concluir que ninguna está a la altura de su refinado paladar electoral, por lo que, con profunda afectación histriónica, nos comunican que se abstendrán de votar.
Ricardo Jiménez Oreamuno tenía muy buena opinión de nuestra inteligencia colectiva como pueblo: “Los ticos son, por suerte, como las mulas de noche en los malos caminos, que parece que huelen los precipicios. Los va salvando el instinto. Desconfiados, nunca se precipitan; calculadores, miden despacio las posibilidades; disimulados y cazurros, conocen bien el camino de su casa. Los costarricenses poco a poco van rumiando las cosas y adoptando lo que les conviene y apartando lo que no entienden muy bien o en lo que olfatean peligro”.
Era nuestro presidente cuando ocurrió la tragedia del Virilla. Ojalá cien años después, en febrero del 2026, sí le demos la razón.
El autor es abogado.