Las intervenciones telefónicas del caso Corona muestran los planes de los delincuentes para financiar candidaturas municipales, según reveló este diario. No obstante, estos y otros asuntos se discuten poco.
La reflexión pública sobre las cuestiones de importancia nacional e internacional se está reduciendo a publicaciones en las redes, casi todas con aire de quien sentencia y no de quien dialoga.
Una especie de letargo cubre las ideas, mientras los hechos van presurosos, enrumbando al país hacia cualquier parte, sin que sepamos bien por qué ni en qué terminará esto.
Pienso que cualquiera está en riesgo de guardar silencio cuando se tiene algo de poder, aunque sea minúsculo. Un breve ascenso, supongamos, de ser el que remienda a encargarse de los ruedos, o pasar de oficinista 1 a 2, o conseguir una plaza en propiedad en una institución o un grado académico. Pero también se calla, precisamente, cuando no se tiene.
La poca participación de los intelectuales de las universidades públicas es lo más preocupante, pues se trata de un país al que deberíamos responder a las esperanzas y las rabias, los deseos y la aprensión, las voluntades y las acciones de la población, así como a la llegada del populismo al poder.
El mutismo —analizado largamente por no pocos en la historia (el más conocido, por reciente, es la polémica francesa llamada “el silencio de los intelectuales”)— tiene orígenes variados y complejos, porque están recubiertos, a su vez y sobre todo en el último tiempo, de mucho sigilo.
Callamos doble
No me refiero a la discusión gramsciana del intelectual orgánico contra el intelectual desclasado a favor de las clases dominantes. Mi propuesta es que, al contrario de la idea purista de quienes se creen demasiado “cooles” para mezclarse con las cosas del mundo (casi casi creyéndose en la cátedra, en el sentido original del término: sillón donde reposa el obispo), ser intelectual es dedicarse a estudiar la realidad, desde la propia especialidad, con el interés de implicarse en ella, contribuir a entenderla mejor, sea cual sea la posición política que se sostenga (de ahí mi diferencia con Gramsci).
Es decir, defiendo rotundamente el derecho de cada cual a decir exactamente lo que piensa, sin ser sujeto de maledicencia por ello, pero también sostengo su deber de hacerlo.
Hablo de pensadores que se ejercitan, en el sentido más clásico, definido por la RAE, como aquellos que se dedican al cultivo de las ciencias y las letras y, como tal, están en posición de cuestionar, incluidos sus propios valores. Algo más cerca a lo que Pierre Bourdieu llamó intelectual total, si me permiten el dramatismo.
Sentido que es el que ocasiona que todos los autoritarios sean profundamente antiintelectuales: tenemos un ejemplo cercano en la desconfianza, desprecio y escarnio del Ejecutivo contra las universidades públicas.
Mi idea inicial sobre el problema acerca de que no hablaban por miedo está basada simplemente en no haberla discutido con nadie que me contradijera.
Pero —como me señaló una colega hace unas pocas semanas—, al parecer, prevalece el cálculo, más que el temor. O, para no ser tan tajante, no sería solo aprensión lo que les cierra la boca, sino las cuentas que se sacan.
Se trataría de esta actitud muy costarricense, notoria en toda clase de gente, de “caer siempre parado”, de no tomar partido para no arriesgarse a perder algo en un eventual futuro.
Colocándose en un tiempo previo al enorme cambio histórico que significó la creación y el desarrollo de la idea de progreso, que nos posibilitó tener expectativas de cambio con respecto a lo viejo, no escatiman respuestas como “eso siempre ha sido así”, “esa es la costumbre”, “eso es normal”, “no hay por qué extrañarse”, ante la interpelación, para disimular su complicidad y usufructo.
Como la única forma de callar no es el mutismo, sino aparentando que se dice, la filósofa india Gayatri Spivak denunció duramente a los pensadores que criticaban por pose, muchas veces por esnobismo: hablan para que nada cambie.
Las discusiones actuales incluyen puntos de vista como los del sociólogo chileno Tomás Moulian: “Son los intelectuales establecidos los que están mudos (…) donde reina el conformismo, la ausencia de preguntas sobre el sentido de la propia práctica”, o, en palabras del crítico literario palestino Edward Said, “el intelectual debe ser un outsider”.
Contrato
Pese a que me parece que es romantizar nuestro deber, pensar que solo se puede hacer desde los márgenes, el debate debe implicar el hecho de que algunos sigilosos llegaron adonde están: en el centro, precisamente por el capital cultural y político que implicó en algún momento de la historia ser críticos del “sistema”.
Esa es una de las razones, precisamente, del silencio: no conviene poner en riesgo dichas prerrogativas, pues los campos de poder del conocimiento consisten en recibir reconocimientos de sus pares a los que más adelante devolverán el favor premiándolos también, como señala el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Para regularlo, la academia estableció mecanismos arbitrarios y antidemocráticos muy vigentes hoy.
El problema se vuelve mayor cuando pensamos quién hablará entonces: ¿los que sí están en los márgenes, empujados por un interinazgo o una persecución ideológica? ¡Menos! Sujetos de las tácticas de poder de aquel “pagar el derecho de piso” o del “fumigado”, lidian con una especie de síndrome de Estocolmo, manifiesto en silencios cómplices o zalamerías, con la esperanza de tener algún día su recompensa.
Si además pensamos en el estudiantado, da para que el ánimo desmejore aún más. Vemos a las generaciones de cierta condición económica, entre sus 17 y 25 años, llenos de desesperanza, seguros de no tener futuro. Varios, producto de una educación que, en lugar de enseñarles a pensar los entrenó para recitar versiones de un mundo maniqueo y, con ello, les robó la libertad de alzar la voz para otra cosa que no sea gritar lemas.
Otra razón del silencio —que al mismo tiempo es una consecuencia— es la concepción insular de las universidades públicas, como ha advertido en varias ocasiones el exrector de la UCR Gabriel Macaya. Cada facultad, escuela, centro, posgrado, como un mundo solo y ahogado.
Pero el contrato entre la universidad pública y la sociedad debe ser honrado. Nos obliga, no solo el financiamiento que recibimos para ello, sino la misión histórica originada en los inicios de la vida republicana de la nación, cuando se selló a la educación como el motor del progreso social. En el contexto educativo, tendríamos el deber, entonces, de ser, además, actores, para citar a la socióloga francesa Gisèle Sapiro.
Decir que una es intelectual es afirmar que tiene un impulso por conocer el mundo, más allá de la lucha por no morir de hambre, pulsión que estuvo presente hasta en los pueblos ágrafos, según demostró el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss.
Dedicarse al oficio de pensar equivale a tener el coraje suficiente para usar la propia razón, según reza una de las máximas kantianas más citadas porque quienes, por lo demás, callan.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.