Tenía sentimientos encontrados la semana antepasada, cuando caminaba entre el tumulto de entusiastas lectores congregados en una inmensa feria internacional del libro. Fluctuaba entre la admiración y la frustración.
Casi todos hacían acopio de libros, tomándolos de mesas y estantes repletos para llevarlos a sus destinos particulares. A veces cambiaban de opinión y los abandonaban desordenadamente, dejándolos en cualquier parte; entonces, era evidente que los repudiados resentían tal menosprecio; enmudecían, se ajaban, perdían lozanía. Pero las más de las veces se quedaban con ellos, se apropiaban de esos volúmenes lustrosos que de la vida mustia y expectante que hasta entonces habían tenido pasaban a dejarse acunar con evidente contento por los inesperados dueños a los que ahora pertenecían, con la promesa de comunicarles hechos y cosas insólitas, diversión, sensaciones e ideas que hasta entonces aquellos no habían conocido.
Me preguntaba cuál sería la suerte que aguardaba a esos libros. Recordé que hace poco, un amigo recibió el legado de una biblioteca apreciable con el encargo de que le buscara un uso provechoso. Quiso donarla a un colegio público, pero su oferta fue desoída con callada indiferencia. Acudió a una universidad, pero no consiguió que enviaran por ella. Al final, la aceptó un modesto vendedor de tiliches y cosas usadas, que se llevó los libros trastabillando en su carretón.
La multitud que había en aquella feria impedía buscar y examinar con reposo tanto libro como ahí había. Cuando esto ocurre, cuando no puedo hacer esas operaciones con morosidad y extrema paciencia, casi en solitario, me atropello y convierto en un lector torpe e imprudente, que compra lo que no debe y no encuentra lo que andaba buscando. La verdad es que las ferias no se parecen a las buenas librerías; las mejores librerías son sobrias, digo yo, ahí hay espacio holgado para pocas personas: los libros se asoman con morosidad, discretamente, a la espera de que alguien los descubra y dialogue con ellos así fuera un momento, en completo silencio.
Esto me llevó al triste destino de los libros ociosos. No son los que se agitan en estantes y mesas en las ferias, o los que reposan en las librerías. Son los que envejecen, inmóviles y estériles, en los anaqueles de modestas o grandes bibliotecas, a sabiendas de que ya nadie los va a leer.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.