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Según Nietzsche, los supuestamente inferiores poseían, por el solo hecho de serlo, una suerte de discapacidad moral. (Shutterstock)
“Yo os enseño el superhombre” es la frase icónica de una de las más famosas obras de Federico Nietzsche, que tuvo por objetivo la suplantación de la milenaria cultura occidental, que exalta al hombre en extremo y, con ello, intenta sustituir a Dios.
Un empeño por dar un giro copernicano, frente a lo que, hasta entonces, fue la tradición filosófica y espiritual de nuestro hemisferio. Lo que culminó la obra de aquel filósofo fue el concepto esencial de que la voluntad de poder era la virtud cardinal o la cualidad humana por antonomasia.
Para Nietzsche, la voluntad de poder debía ser el motor fundamental de las acciones y el camino hacia un hombre superior. Allí se negaba el equilibrio y control de las pasiones humanas, hasta conquistar el prototipo del ser humano indomable y feroz.
El superhombre no solo sería un ser al que la moral no debía imponer límites, sino que, consiguiendo total autonomía y libertad, alcanzaría la superioridad. Para que ese “hombre nuevo” surgiera, era necesaria no solo la “muerte de Dios”, sino también la irrupción de una implacable moral nueva que subvirtiera todos los valores conocidos, y sustituir los principios en razón de una libertad sin ningún tipo de límites, sanciones, controles divinos, ni decretos morales que obstaculicen nuestra naturaleza individualista.
En palabras del mismo filósofo, seríamos mejores si liberamos nuestro “natural egoísmo”, en contraste con la hipocresía altruista. No por casualidad esas nociones de Nietzsche, el crítico más feroz de los valores occidentales, eran resultado de un alma arrogante y despectiva, como después reconocerían sus biógrafos.
Para él, las personas parecían tener un diseño nato para el propósito y una necesidad de sentido para sobrevivir, pero como Nietzsche se negaba a reconocer esa realidad, insistía en que el ser humano debía encontrar el sentido de existencia exclusivamente en la realidad material. Insistía en que la vida carecía de sentido, pues esta no era otra cosa sino pura contraposición de fuerzas sin meta alguna.
Nihilismo
Pero como la experiencia demuestra que todo intento por explicar la vida limitándose a la realidad material resulta un desafío descomunal, era necesario construir un ser humano “superior”. Tal ser debía aceptar la muerte de los ideales trascendentes, sobreponerse a la decepción que implica carecer de ellos y abrazar un escepticismo moral que desechara todo tipo de interpretación de la existencia, pues para él todas eran falsas. Así nacía la noción del “nihilismo”, que es donde se niegan los valores y el concepto de lo que la verdad es.
Nociones como las del bien y el mal, una vez despojadas de su fundamento inmaterial, pasan a ser meros “prejuicios de Dios”, sostenidos por construcciones sociales, nunca fenómenos objetivos. Entonces, la dicotomía moral entre el bien y el mal no tendría razón de ser y debía ser sustituida por una diferenciación mejor: la que distingue al hombre fuerte de la persona débil.
Era superior el capaz de vengarse con éxito o quien desconocía la compasión, pues para Nietzsche esta virtud cristiana era hipocresía y prejuicio ante todo lo que era fuerte y poderoso. Su ideal supremo era el mismo del mundo precristiano: los verdaderos valores solo eran los del fuerte, el poderoso, el sano y el hermoso. Los desaventajados, enfermos, débiles y marginados eran la encarnación de personas desechables. La superioridad moral radicaba en la capacidad de ser fuerte y, para su particular visión, los supuestamente inferiores poseían, por el solo hecho de serlo, una suerte de discapacidad moral.
Para desgracia de Occidente, buena parte de la intelectualidad europea abrazó sus ideas y surgieron fenómenos sociales y políticos monstruosos, que continúan azotando a la humanidad. Ejemplos hay muchos. Los regímenes de naturaleza fascista de Mussolini y Hitler fueron los más evidentes. Inspirados en ese pensamiento, se consideró una conquista moral la eliminación física de los débiles y marginados.
Hugo Chávez
Conservo en mi biblioteca, con el nietzscheano título El socialismo y el hombre nuevo, una obra donde se anunciaba el surgimiento de un nuevo ser humano a partir de los sueños del materialismo histórico, impreso por Siglo XXI Editores en octubre de 1988, meses antes de que en el mundo se derrumbara la terrible distopía.
Once años después, con el discurso centrado en lo que llamó “el hombre nuevo del socialismo del siglo XXI”, Hugo Chávez inauguró en Venezuela otra era que produciría el éxodo de 20 millones de personas, la más grande en la historia de América Latina.
El mismo nihilismo que construye una moral egoísta particular es el que causa lo que el papa Francisco denomina la “incultura del descarte”, una nueva ética que, sobre la base del confort individual se permite el genocidio de millones de seres humanos. Y, en los nuevos populismos que amenazan a la democracia, se oculta también la figura soberbia con la que Nietzsche aspiró a ocupar la vacante que trató de negar a Dios. Un ser que, con soberbia, se sitúa individualmente en primer plano frente a la colectividad y el Estado para sojuzgar, atropellar e imponer su voluntad a cualquier costo.
En el siglo XIX, la pretensión del superhombre debió inspirar a Mary Shelley a escribir Frankenstein, y es una propensión similar a la vieja frase veterotestamentaria “y seréis como dioses”, derivada de la alegoría moral en la que el ser humano, por su soberbia y rebeldía ante Dios, pierde el paraíso.
Lo evidente es que la arrogante pretensión, la de regirse aplicando una ética de mínimos con el listón cada vez a menor altura, resultó un absoluto fracaso. Una caja de Pandora que desata cada vez mayores tempestades.
El autor es abogado constitucionalista.