El eclipse anular de sol, el sábado 14 de octubre, dejó una imborrable imagen en mis ojos y una reflexión sobre nuestro país. Hablemos primero del fenómeno astronómico y después de la cavilación.
Ver la luna interponiéndose entre la tierra y el sol para privarnos de su luz fue prodigioso, pero un triunfo parcial del entrometido satélite, un anillo de luz escapó a su totalitario empeño y, después de poco más de tres horas de caprichosa obstrucción, la luna hubo de retirarse y el candente disco volvió a mostrarse en su esplendor.
Desde hace millones de años, el sol es eclipsado parcial o totalmente, pero en todas las intromisiones lunares, las sombras no pudieron vencer a la luz y, en el caso particular de los eclipses anulares, un halo periférico de brillo persistió para que el universo tomara nota de que la oscuridad, por más redonda y negra que fuera, no prevalecería sobre los apagados planetas de la vecindad.
Finalizado el portento cósmico, tendí la mirada a nuestro hogar nacional, y descubrí que lo que ocurre allá arriba cada cierto tiempo se reproduce aquí abajo con una perenne regularidad.
Tan cotidianos y cercanos a nosotros son los eclipses que ocurren en nuestro patio que todos conocen sus nombres e intensidades. Los hay económicos, casi totales en la Hacienda Pública, y a duras penas anulares, en las economías de muchos hogares; educativos, como si dos lunas hubieran velado el horizonte de la enseñanza; un obstinado eclipse político que desde hace tiempo cayó como una noche sobre los partidos y uno o dos eclipses muy singulares que se produjeron en un escáner en el puerto de Moín, al parecer producido por un satélite humano.
A diferencia de los eclipses celestes, los nuestros suelen permanecer inmóviles durante largo tiempo; tardan años proyectando oscuridad, y del delgado halo no se desprende un rayo de voluntad para que las sombras se desvanezcan.
Su empecinada permanencia causa un efecto pernicioso sobre los habitantes. La confianza vacila, la esperanza declina como el sol en su ocaso, los pasos se extravían y un ánimo de desilusión se condensa en los ciudadanos.
Si bien por su lejanía los oscurecimientos parciales de sol solamente bañan de asombro nuestros ojos, el más reciente eclipse ocurrido en suelo nacional, fue completo y presentó una extraordinaria particularidad: tuvo un carácter sísmico de escandalosa y dañina intensidad.
La sacudida tuvo su origen en la más eminente altura del poder político, y fue provocada por mano y veleidad humanas, siendo de tal magnitud que sus ondas fueron sentidas con temor y pánico en instituciones públicas, cuya autonomía debía constituir una resistente estructura antisísmica.
Sin embargo, las réplicas agrietaron el juicio de sus máximas autoridades, como si les hubieran puesto “una pistola en la cabeza” (en palabras del gerente de Telecomunicaciones del ICE), y fue de este modo como en la Junta de Protección Social, el ICE, Acueductos y Alcantarillados y el Instituto Nacional de Seguros, los directivos, convertidos en un manojo de voluntades quebrantadas y amedrentados por la posibilidad de que en Zapote se produjera un nuevo sismo que los removiera de sus puestos, entregaron al Sistema Nacional de Radio y Televisión (Sinart) la pauta publicitaria estatal.
El eclipse fue total, y en su periferia no brilló ni un opaco anillo de luz que justificara un criterio técnico, económico o de rentable inversión publicitaria para conceder al Sinart la promoción de las instituciones del Estado.
Cuando pienso en las razones que justificaron semejante despropósito, me vienen a la memoria las palabras más turbadoras que pueden caracterizar a una persona: arrogancia, soberbia y encono.
Si ya la presencia de estos derrames emocionales convierte a un individuo en una entidad arbitraria y desorientada, imagine usted lo que puede ocurrir si goza de algún poder político.
Y, en efecto, ocurrió. De la manera más impúdica, fueron usadas las instituciones públicas para satisfacer una revancha personal.
Por el bien del país, espero que, al igual que en un eclipse anular, todavía destelle en el presidente un halo de sensatez para reconocer que el ciudadano costarricense (lo dicen las recientes encuestas) ya no se solaza en presenciar arrebatos ni escuchar grandilocuencias vanas, y que exige una conducta que gire hacia el bienestar del país y no ocupe un espacio reducido en esperanzas y expectativas como le puede suceder a La rueda de la fortuna en su nuevo hogar.
El autor es educador pensionado.