No todos los besos se recuerdan, como no todos los momentos que consideramos extraordinarios vuelven a nuestra memoria. Cuando esto ocurre pasan a ser recuerdos de largo alcance. Podemos una y otra vez traerlos al presente para disfrutarlos de nuevo con algún detallito de más o de menos. Traigo el ejemplo para mí imborrable, de mi encuentro con El beso, la escultura de Auguste Rodin, que dedicara a los amantes Paolo y Francesca, personajes de la Divina comedia. La escultura causó tal efecto en mí que mantengo vivido mi caminar hacia el salón donde se encontraba y la mirada de universitaria maravillada. Recuerdo la luz que entraba por los ventanales de madera y los cordones que guiaban a los visitantes a través de la exposición.
La escultura se trataba de una pareja surgida en un bloque de piedra de mármol, entrelazada en sus cuerpos, abrazada y unida por el beso más amoroso, romántico y pasional que había visto. En ella, el duro material se transformaba en una ola de expresivo amor humano entre una pareja. Una ola que me arrastraba y me envolvía como si yo también fuera parte de ella. Varias veces le di la vuelta a la escultura, sin que ninguna parte de sus cuerpos fallara en el mensaje. Toda ella era un beso magnificado por la expresión lograda a través del material y su modelado. Las figuras, tanto del hombre como de la mujer conducían su esqueleto, toda su musculatura, así como las piernas, los brazos y las manos hacia el rostro unido por las bocas.
Sin duda pertenecía al reino de la belleza, pero había algo más que la hacía diferente e inolvidable para mí.
Una breve excursión por mi vida de ese momento me hace recordar que las ideas que tenía sobre el amor contribuyeron a mantener el recuerdo. Ideas que, aunque universales, siempre tienen matices al estar sesgadas por las emociones particulares, pero que captaron como espejos lo similar en las ideas que Rodin tenía sobre los amores míticos, prohibidos y universales narrados en la Divina comedia.
Claro está que esta reflexión la hago ahora después de muchos años y de comprobar que el recuerdo sigue vivo dentro de mi urna de los inolvidables y sigue palpitando en mi experiencia sensible. ¿Por qué era un recuerdo tan indeleble?
He pensado mucho antes de darme una respuesta a esta interrogante hasta que apareció ante mí la caja de Pandora. Sí, la mítica caja que Pandora abrió con los males del mundo. Todo lo contrario, a la armonía del amor ideal. Pero así fue como quede enganchada con la representación escultórica del beso.
Suma de experiencias
¿Qué quiero decir con esto? Que la representación del amor como emoción primigenia, como belleza moral, como sentimiento profundo y generativo de bienes, no habría tenido el mismo impacto sin que yo también tuviera dentro de mi experiencia sensible —además del amor de crianza, de la educación sentimental y los ideales judeocristianos—, otras emociones y sentimientos como el miedo, la tristeza, la rabia, etc. Porque las emociones funcionan en equipo.
No podemos sentir de la misma manera una emoción como el amor, habiendo o no sentido las otras emociones de alguna manera. Tampoco podemos sentir el amor de la misma manera todos, porque cada quien guarda además de su educación sentimental, su propia caja de Pandora.
La experiencia sensible que tengamos es también el resultado de la educación recibida para traducirla, procesarla e incluirla en algún archivo de la vida, de tal manera que al educarnos con las emociones es porque las conocemos, aunque sea por medio de las representaciones del arte o de las informaciones que nos llegan. Sin todas las emociones no podemos comprender una sola. Sin haber sentido amor en la infancia no podemos sentir amor de adultos, pero también sin haber sentido la soledad y la tristeza no podemos reconocer la alegría cuando ya se han ido.
Como estamos saturados de estímulos y de gente, no podemos sentir el llamado de la imaginación o la estimulante soledad. Menos si estamos muy enfocados en la idea de que ser felices es un asunto de adquisición y no una disposición.
Pues así me sucedió con El beso de Rodin, que, estando los males del mundo recién liberados para mi entendimiento, aparece el arte y toda su expresión del amor como contrapeso dando en el blanco de mi memoria.
Lo recuerdo ahora que la cultura popular insiste en que gobernemos la vida con solo una o dos emociones. Alegría y felicidad, cuando al desechar la angustia o la tristeza lo que hacemos es empobrecer la educación sensible. Tirar por la borda el descontento, el enojo o el miedo es aplanar al amor como territorio ganado a la confianza.
Las emociones tiran del carruaje como decía Platón, son la fuerza que nos empuja y tenemos que aprender a manejarlas, nunca a amputarlas y menos quedarnos con una sola.
La educación sentimental, emocional, impregna todas las facetas del ser humano, no solo la psicológica o la sexual y debería ser la base para que desde allí nos relacionemos con más recursos.
No me refiero a más experiencias sino a que lo cotidiano, lo rutinario, se nos convierta en experiencia misma. Aprender a ver con todas las emociones en sus puestos del carruaje asegura llegar al final de la carrera.
El beso de Rodin me dio la posibilidad de reconocerme en su belleza por unir la fuerza y la liviandad; la idea y la materia; el sentimiento y el deseo; la plenitud y la pérdida. Todos los besos en uno. Desde el primero hasta el último de los círculos de Dante están con él cada vez que llega su recuerdo.
La autora es filósofa.