El otro día ocurrió lo impensable: una noticia me hizo reír a carcajadas. Resulta que en Paraguay un alto funcionario de gobierno tuvo que renunciar luego de firmar un convenio con un país de mentirillas. Lo visitó una delegación de los “Estados Unidos de Kailasa” y el hombre se fue de jupa: les consiguió cita con un ministro y, después de ceremonia y foto, estampó la chayotera (seguro, y aquí especulo, a instancias del ministro, que obviamente le echó el muerto).
No es la primera vez que en ese país pasa algo así. Hace unos cuatro años, el entonces presidente de la República recibió a un impostor que se hizo pasar por el CEO de la empresa Lamborghini. Pero, al menos en este caso, el fallo fue de la oficina de la presidencia. Lamborghini es una marca real de autos y el presidente no tenía por qué saberlo. Pero ¿irse de pollo con “Kailasa”? La verdad es que hay que entrenarse duro para ser alto asesor y obtener doctorado doble en ignorancia y negligencia. Era cuestión de googlear un toque o preguntar al ChatGPT.
Si quito la anécdota de en medio, y me cuesta hacerlo, me asaltan las verdaderas preguntas que roban mi atención. El funcionario ese (supongo que profesional) es un caso extremo de desaprendizaje, pero ¿en qué momento de la vida las niñas y los niños, llenos de curiosidad y con tremenda sed de aprender de todo, se convierten en adultos achantados, indiferentes y displicentes? ¿Cuándo y cómo el cerebro desconecta el switch del aprendizaje? ¿Y por qué? Algunas personas lo achacan al sistema educativo, otros a culturas inmovilistas o a la conformidad con las jerarquías sociales y políticas. Lo que ganaríamos como humanidad si preserváramos la curiosidad en muchas personas a lo largo de sus vidas…
Conozco mucha gente hasta orgullosa de su ignorancia y prejuicios —que defienden a capa y espada— y con una actitud bovina frente al mundo: no preguntan, no investigan y, por puro orgullo, tampoco rectifican cuando meten la pata, excepto cuando no les queda otra. Y a veces ni eso. Recuerdo que hace un par de décadas fui a un examen médico para la licencia, entré a la oficina y el tipo, sin verme, me dijo: “Tenés una visión 20/20″. Y me entregó firmado el formulario. Le respondí: “Mae, fijate, tengo anteojos: soy miope, hipermétrope y medio bizco”. Entonces, rompió el papelillo sin inmutarse y me dijo: “Leeme esas letras”. Como si nada. Además, cara de barro.
vargascullell@icloud.com
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.