La historia de Sebastián Villalobos Víquez, de 20 años, no debe pasar al archivo. Lo que le sucedió a él lo viven, en el anonimato, miles de jóvenes. De nada sirvió que este herediano obtuviera, en el 2020, el mejor promedio de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad Nacional (UNA), pues su sueño de estudiar Química Industrial chocó con el muro de los horarios de clases.
Debió renunciar porque la carrera se imparte, principalmente, en las mañanas y tardes, lo cual es incompatible con el trabajo que le ayuda a pagar los gastos y deudas del hogar.
Sebastián se convirtió en otro excluido de las úes públicas, las cuales, por décadas, se han resistido a ajustar horarios a las necesidades laborales del estudiantado. «Que se adapten ellos», ha sido la tácita respuesta.
Mi caso es idéntico al de Sebastián. En 1981 entré a estudiar Periodismo en la Universidad de Costa Rica. Dos años después, comencé a trabajar como reportero y la vida se me complicó al punto que, con 28 materias de carrera, opté por pasarme a la Universidad Latina debido a la disponibilidad de horarios nocturnos. Las condiciones de la UCR me expulsaron.
No pedí beca. Necesitaba oportunidades para estudiar y trabajar, como Sebastián. Los jóvenes urgen que las universidades públicas conozcan y se acomoden a sus clientes. Algo tan simple como analizar cuántos alumnos estudian y trabajan.
¿Que a los profesores no les gusta el horario de la noche? Disculpen, pero ¿son servidores públicos?
En esta pandemia, se abrió campo a la educación a distancia. Llegó para quedarse. Las universidades públicas tienen en ella una oportunidad para hacer más compatibles los horarios de trabajo y estudio de los alumnos.
Otro punto: ¿Semestres? Las públicas deben enterrar esa farsa, porque, mentira que los cursos son semestrales. Lo eran; sin embargo, hoy, difícilmente, llegan a cuatro meses. Si funcionaran por cuatrimestres, rendirían más.
Sin duda, las úes públicas están en deuda con los jóvenes. Los cambios apremian, por lo menos para justificar los ¢500.000 millones que financiamos los contribuyentes cada año. Porque, no puede ignorarse que, como Sebastián, hay montones.
Ingresó a La Nación en 1986. En 1990 pasó a coordinar la sección Nacionales y en 1995 asumió una jefatura de información; desde 2010 es jefe de Redacción. Estudió en la UCR; en la U Latina obtuvo el bachillerato y en la Universidad de Barcelona, España, una maestría en Periodismo.
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