En nuestra sociedad, la fealdad física es, de las maldiciones que sobre un ser humano pueden recaer, la más infame. Todas las puertas se cerrarán. El amor será negado o comprado a punta de despliegues de inteligencia y bondad que a nadie más se le exigirían. El rechazo se convertirá en el pan de cada día.
Será una y otra vez vencido por sus rivales eróticos. Errará por la tierra torvo, resentido, envidioso. Se esconderá del prójimo. Será estigmatizado. Cuando no repulsión, generará la burla –abierta u oculta– de los demás. Como la raza de Caín, los feos serán juzgados más severamente que los bellos. Su fealdad será interpretada como correlato de la fealdad espiritual. Hasta no demostrar lo contrario, lo considerarán inherentemente perverso.
Tal es el mundo. Tal es el poder de la mirada. De todas las miradas, no solo la de “el infierno son los otros” de Sartre, impugnada por cuanto “cosificadora”. Ni Fidias ni Praxiteles, ni Miguel Ángel esculpieron adefesios. Los dioses del mundo entero han sido representados bellos, salvo, claro está, aquellos que encarnan las potencias del mal.
A decir verdad, hasta Satán era fascinante (¡Luzbel, el más bello de los ángeles!). Si Mefistófeles y Plutón no fuesen deslumbradores, cautivantes, ¿qué arma les quedaría? Los héroes míticos han sido recreados bellos, altivos. Las ciudades ornan sus plazas con estatuas de hombres y mujeres bellos. En ningún lugar del mundo se le ha hecho un monumento a los feos. En el imaginario universal, la fealdad física se inscribe dentro un sistema de antivalores que también conlleva la fealdad ética.
Nada puede hacer el feo por ocultar su condición. La cosmética –que cruelmente realza la belleza de los bellos– no hace sino conferir a la fealdad un cariz patético. La belleza está equiparada a la salud, la fealdad a la enfermedad. Summum de la injusticia, la muerte parece estar inscrita en el rostro de los feos. La fealdad es, para los bellos, un memento mori al que cerrarían –si pudiesen– los ojos. Allá, en los años sesenta, se puso de moda un abominable sonsonete que decía: “Que se mueran los feos, que se mueran toditos, toditos, toditos los feos”. ¿Es preciso añadir comentario alguno?
Ingrato canon. Hollywood y su culto al galán de matiné y a la “chica Bond” no han ciertamente contribuido a mejorar la percepción dual que el mundo tiene del ser humano: los bellos –buenos por un lado, los feos– malos por el otro. Es esta implosión de los valores estéticos y éticos la que me parece particularmente perversa. Una constelación axiológica en la que la fealdad es percibida como la plasmación física de la ruindad moral.
La gente, para rebatir la irrebatible realidad, siempre invoca la falsa lógica: “¿De qué te sirve una persona bella pero tonta?”. La pregunta fuerza ilegítimamente la respuesta. La comparación debe ser establecida en igualdad de méritos: ambas inteligentes, una bella y la otra fea. El mundo se prosternará ante la primera e ignorará a la segunda.
Para esta, el escupitajo moral, y si pudiésemos, también el físico. En los binomios bello-bondadoso y feo-malvado, la carga de la prueba (the burden of proof) siempre estará del lado del segundo. Es a él a quien le corresponde desprobar su asumida villanía. Kant decía que “lo bello es el símbolo del bien moral”. ¿Qué decir, a contrario sensu, de lo feo? Pues que lo feo es el símbolo del mal moral.
Pienso en Sartre. A propósito del cual oigo ya al lector decirme: “He ahí el caso de un hombre feo que tuvo a cuanta mujer quiso” (de nuevo, la falsa lógica). Sí, pero para lograr tal cosa, se le exigió ser un genio. Con una molécula menos de talento, no habría tenido una mujer en su vida. Lo que otros lograrían con una sonrisa, a él se lo cobraron en la módica suma de… ser el más grande filósofo del siglo XX, el más importante escritor de su época y, además, premio nobel. ¡Cuán oneroso para algunos, cuán barato para otros!
Sabernos feos nos obliga a vivir escindidos. Amarnos odiándonos. Una enorme disonancia. Un hombre, una mujer bella son dueños del mundo. Brotan, por montones, las falacias: “Lo que importa es la belleza interna”. “La belleza es una cuestión de autopercepción”. “El hombre o la mujer que se sienten bellos proyectan esa belleza y hacen cambiar la actitud del mundo hacia ellos”. “La belleza está únicamente en los ojos del que mira”. La “moral del vasallo” (Nietzsche), la fosca alianza de los feos contra los bellos: “¡Feos del mundo, uníos!”.
Los monstruos. Quasimodo, El jorobado de Féval, la bestia, Hop-Frog, el hombre elefante, el fantasma de la ópera, Gwynplaine, Frankenstein, Edward Scissorhands, Cyrano de Bergerac, Gregorio Samsa y el hombre lobo no son feos: ¡Son monstruos, y los monstruos son fascinantes! Están mucho más allá de lo feo: trascienden las categorías estéticas al convertirse en absolutos.
Tendrán la belleza inherente a todo lo absoluto. No son mediocres en su fealdad: ¡Son sublimes, supremamente horrorosos! El verdadero infortunio consiste en ser… pues, simplemente feo, chatamente feo, mediocremente feo, invisiblemente feo, vulgarmente feo. Esa fealdad que no ofende, que nos condena a pasar inadvertidos, como si fuésemos seres translúcidos, ectoplasmas a través de los cuales las miradas corrieran a posarse en alguien más.
Como nunca antes en la historia, a la gente le preocupa su belleza física. Lo prueba el éxito de la industria y la cirugía cosmética (el imperio de la silicona, el colágeno, el bótox, el maquillaje, la perfumería, el atuendo, la moda, el apogeo del estilismo y la peluquería). Es una obsesión, una patología colectiva. Personas que se someten a veinte cirugías faciales (en particular rinoplastias y tratamientos dermatológicos) hasta convertirse en seres irreconocibles, auténticos androides, criaturas salidas de revistas de dibujos animados…
Es, en el sentido estricto del término, una epidemia: el llamado trastorno dismórfico corporal, un desorden de tipo somatomorfo en que el enfermo siente que algo en su aspecto físico debe ser mejorado a toda costa, y pule, cincela, burila su cuerpo una y otra y otra vez, poniendo en peligro su vida y gastando hasta el último céntimo en ello.
Es, de hecho, una afección comórbida de la depresión severa, la fobia social, la hipocondría, la anorexia, la bulimia, el trastorno obsesivo-compulsivo. Lo padece un 2 % de la población mundial. En los Estados Unidos, cinco millones de personas viven en ese infierno y un 80 % de los casos van acompañados de ideaciones suicidas.
Larga data. Los griegos –que todo lo supieron antes de conocer casi nada– ya tenían un personaje que encarnaba esta psicopatología: Tersites, hijo de Agrio, el hombre más feo y hablantín de Troya, asesinado por Aquiles.
LEA MÁS: Polígono: Arte elusivo
Freud trató a un paciente, el aristócrata ruso Serguéi Pankéyev, que, carente de la capacidad sublimatoria de Cyrano de Bergerac, pasó su vida atormentado por la forma de su nariz. Solía cubrirse el rostro con una espesa pilosidad que le valió el mote de el hombre lobo (Der Wolfsmann).
En la era de la rinoplastia, habría sometido su pobre narigueta a cincuenta cirugías correctivas. La gente que se percibe deforme, monstruosa, debería entender que en esa “debilidad” puede residir su grandeza, y, antes bien, “sacar petróleo” erótico de ella.
Nada en el mundo podría ser peor que la invisibilidad por insignificancia. El problema no es ser horrible, el problema es ser simple y llanamente feo.
El autor es pianista y escritor.