Madrid. Las largas filas para entrar al supermercado, la farmacia o la panadería se volvieron parte de la cotidianidad, del paisaje diario en Madrid.
Ahora es usual ver los negocios con sus cortinas de hierro cerradas, los restaurantes con las sillas amontonadas, sin ningún platillo en sus mesas y, mucho menos, comensales.
En las vitrinas de las tiendas se sigue exhibiendo la misma ropa desde hace seis semanas. Las calles están vacías, silenciosas, con escaso tránsito de vehículos y transeúntes. Ahora se puede escuchar el trinar de los pájaros casi a cualquier hora del día.
Un Madrid irreconocible, triste, inimaginable. Antes de la pandemia del covid-19, esta ciudad se caracterizaba por ser ruidosa, tumultuosa, alegre, turística, con sus cientos de cafeterías y terrazas siempre llenas, con gente bebiendo cerveza, vino o vermú desde buena mañana.
Ahora, eso es un pasado que, a ciencia cierta no se sabe cuándo regresará, ni siquiera, si regresará, todo es una incógnita.
En las aceras, por lo general, solo se ve a las personas que trabajan en servicios especiales como policías, dependientes de supermercados, barrenderos y recolectores de basura, además de quienes no pueden hacer teletrabajo y quienes entregan comida o bienes a domicilio.
Los particulares que se aventuran a salir de sus casas al mundo real (¿o irreal?), en su gran mayoría usan guantes de látex o plástico en sus manos y mascarillas —de todos los tipos y colores— en sus caras. En algunos casos, sus cubrebocas se ven ajados o percudidos por tanto uso.
Por lo general, también cargan bolsas del supermercado o jalan un carrito de compras, similar al que se usa en Costa Rica para ir a la feria del agricultor.
Desconozco si todos quienes andan con una bolsa al hombro o empujando el carrito de compras andan, en efecto, comprando, o bien, si se trata de una simple patraña para justificar su presencia en la calle, pues cualquier otra actividad en vía pública está prohibida.
Esa es la fotografía hoy de Madrid —al menos ante mis ojos—, 31 días después de que el gobierno de Pedro Sánchez decretara el estado de alerta y ordenara el confinamiento para todos sus habitantes a sus casas, para evitar la propagación del covid-19. ¡Y aún faltan por lo menos dos semanas más!
Temor e incertidumbre
En el aire se respira una combinación de temor e incertidumbre.
El silencio ya dejó de ser incómodo y dio paso a la añoranza. La añoranza de una cotidianidad que no sabemos si volverá; la añoranza de volver a ver a la familia y amigos, poder darles un abrazo; la añoranza de volver a Costa Rica y de saborear la comida de mi mamá.
Cuando la cuarentena empezó yo me resistía a quedarme en la casa. Salía casi todos los días aunque fuera para comprar una bolsa de maní; incluso decía, entre broma y verdad, que quería alquilar un perro para sacarlo a pasear sin que me multaran por estar en la vía pública.
Sin embargo, con el pasar de los días, al dimensionar lo que estaba sucediendo y al ver que las cifras de contagios y de fallecidos crecían y crecían, sin ver un destello de luz al final del túnel, opté por ser más prudente y reducir mis salidas.
¿Y si me contagiaba? ¿Y si era, o soy, una paciente asintomática? ¿Y si mi salida podría generar el contagio de otras personas, o a mis compañeras de apartamento? Son algunas de las preguntas que ahora cruzan por mi cabeza. Mejor prevenir, es mi conclusión.
De salir casi todos los días, pasé a salir solo dos veces a la semana y, ahora, casi por obligación, solo salgo una vez cada ocho días para hacer una visita “relámpago” al supermercado y ya me sumé al grupo de personas que andan con mascarilla en lugares públicos. El Ministerio de Sanidad español recomendó su uso en vías públicas.
No es exageración, en la calle uno ve y a uno lo ven como si fuera el mismísimo coronavirus caminando, y no es para menos.
España es el segundo país del mundo con más casos confirmados de covid-19, con 172.541. Solo Estados Unidos registra más enfermos por este virus (583.220), según datos de la Universidad John Hopkins, a la 8:41 a. m. de este martes 14 de abril, hora de Costa Rica.
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También ocupa la nada envidiable tercera casilla en número de muertos, con 18.056. Estados Unidos es primero, con 23.654, e Italia es segundo, con 20.465 fallecidos por esta pandemia mundial.
‘Resistiendo’
El miércoles pasado, en mi salida semanal, mientras hacía la fila para entrar al supermercado, dos personas, que al parecer se conocían de tiempo atrás, se encontraron y, cuando uno le preguntó al otro cómo estaba, solo se encogió de hombros y respondió con una escueta palabra: “resistiendo”.
No por nada la canción ‘Resistiré’, que popularizó el Dúo Dinámico a finales de los 80, se ha convertido en un himno en medio de esta crisis sanitaria en España y creo que también en Costa Rica porque mi mamá, quien está en nuestra casa, en Desamparados, me envió por WhatsApp una adaptación reciente que grabó un puñado de cantantes españoles.
“Cuando sienta miedo del silencio / Cuando cueste mantenerme en pie / Cuando se rebelen los recuerdos / Y me pongan contra la pared / Resistiré, erguido frente a todo / Me volveré de hierro para endurecer la piel / Y aunque los vientos de la vida soplen fuerte / Soy como el junco que se dobla / Pero siempre sigue en pie”.
Esas son algunas de las estrofas de esa canción, la cual suena a todo volumen en algunos barrios de Madrid, y del resto de España, a las 8 p. m., cuando religiosamente —desde hace un mes—, las personas se asoman por las ventanas o salen a los balcones de sus casas para aplaudir, en apoyo a todo el personal de sanidad que atiende la emergencia.
La expresión “resistiendo” yo también la he agregado, cada vez con más frecuencia, dentro de mi léxico. Esta emergencia, lejos de ser una carrera de velocidad, parece más bien una ultramaratón sin una distancia aún definida, en la que hay que ir guardando energía para resistir y llegar a la meta.
Algunos días trato de desconectarme de lo que está sucediendo, pero inevitablemente agarro mi celular y reviso los reportes diarios de muertos y nuevos casos por coronavirus, no lo puedo evitar.
Reviso los reportes de lo que ocurre en España, en Costa Rica y en el resto del mundo. No sé si se me activa el chip de los 11 años que he trabajado en periodismo, como reportera, o si sea un efecto de los 31 días que llevo en cuarentena, en uno de los epicentros de la pandemia en Europa.
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Aunque en España parece que esos registros llegaron a un pico y ahora hay cierta estabilidad en los porcentajes de crecimiento —lo que hace pensar que se está en una gran meseta, antes de que las cifras comiencen a caer—, lo cierto es que aquí fallecen al menos 500 personas cada 24 horas, desde el pasado 24 de marzo. Un día, incluso, hubo 950 fallecidos por el coronavirus.
Lo peor es que se cree que esas cifras están subvaloradas, pues el número de fallecidos a nivel general se ha duplicado —en el mejor de los casos—, con respecto al periodo de marzo-abril del año pasado.
Además, las autoridades sanitarias solo incluyen a quienes perecieron tras haber sido diagnosticados con el coronavirus, dejando por fuera a cientos de personas que han fallecido por la misma causa, pero sin ser diagnosticadas, por ejemplo los adultos mayores que vivían en residencias.
Ahora, es cada vez más común escuchar que un familiar de un conocido falleció a causa de esta pandemia. Mi vecina de 98 años perdió a su hermano, de 90; la señora que nos alquila el apartamento, perdió a su consuegro, y Javier, uno de mis compañeros del máster, a su abuelo.
De momento, solo queda seguir resistiendo y seguir con el confinamiento; no hay otra alternativa. Por un buen rato seguiremos con las clases por videoconferencia y los tragos virtuales con amigos de Costa Rica.
En fin, queda un día menos, parafraseando al periodista del diario El País, Carlos de Vega, en su podcast “Crónicas de un virus”, el cual —de paso— recomiendo.
Natasha Cambronero es periodista. Trabajó en La Nación en la sección de Política y luego como editora de la sección de Investigación e Inteligencia de Datos. Realiza estudios de posgrado en España desde setiembre del 2019.