Laura Salazar nunca había notado nada fuera de lo ordinario en su hija Rebeca. Sin embargo, al analizarlo en retrospectiva confiesa que, como mamá primeriza, carecía de un punto de referencia.
“Nos pidió aprender a leer y le interesó mucho. En Limón no había muchos libros, entonces empezamos con los del MEP. A los 4 años, ya leía sola”, relata Salazar, cuya hija hoy tiene 8 años.
“Lo que sí notamos era una gran curiosidad: todo lo quería saber. En ese entonces trabajábamos en un mariposario y desde los 2 o 3 años le fascinaba atender a los turistas y explicarles cómo nacían las mariposas, incluso traduciéndoles al inglés”, añadió.
Rebeca no pudo ir al kínder, pero su mamá procuraba mantenerla ocupada con actividades manuales. Sola, se leyó y completó varios libros de texto de primer grado en cuestión de tres meses.
Sin embargo, cuando llegó la hora de entrar a la escuela, en el 2012, empezaron los problemas.
“Le explicamos a la maestra la situación y pedimos que por favor le diera una adecuación con respecto a la lectura, pero no fue bienvenida.
”Parecía molestarles que ya supiera leer”, explica Benjamín García, padre de Rebeca.
Con el paso de los días, se volvía más evidente la diferencia entre el nivel intelectual de la niña y sus compañeros de escuela.
García investigó sobre la legislación vigente que se incumplía con su hija y empezó un intercambio de cartas con la maestra, la Dirección, las autoridades de Circuito y hasta la jefa regional para hacer valer los derechos de la niña. No funcionó.
“Aún no entiendo cómo la Dirección Regional no tiene injerencia en el trabajo de la maestra. La directora nos dijo que solo podía intervenir si llevamos un estudio de un psicopedagogo”, indica García.
Gastos y esfuerzo. La familia se vio obligada a pagar cerca de ¢100.000 para una valoración que demostró que su capacidad era superior.
“Él nos dijo: ‘vea, su hija tiene cinco carriles cuando los demás niños tienen uno. Sin embargo, hay que llenar esos carriles con carritos o se van a cerrar por desuso”, recuerda Salazar.
Cuando la familia se pasó a vivir de Limón a Alajuela, a finales del año pasado, aún no se había completado el expediente.
Aunque consideran que ha habido una mayor disposición en el nuevo centro educativo de la niña, continúa sin recibir un currículo adaptado a sus necesidades.
Pagar un centro educativo distinto tampoco es una alternativa para la familia, cuyos recursos económicos son limitados. Salazar es ama de casa y llegó a tercer año del colegio, mientras que su esposo no tuvo la oportunidad de alcanzar la secundaria.
Sin embargo, la pareja se esfuerza por proveer a la niña de libros (muchos de compra y ventas), descargarle documentales de Internet y darle acceso a recursos educativos en línea.
“Tratamos de saciar el hambre de conocimiento que tiene con los recursos limitados que tenemos. Entendemos que es muy complicado para las maestras; muchas carecen del conocimiento y están atendiendo grupos de 30 niños.
”Sin embargo, ellos son el recurso humano del futuro y el país completo se beneficiaría grandemente si estos niños pudiera ser educados para la capacidad que tienen”, resalta la mamá.
Rebeca tiene una hermana menor, de 4 años.
Al igual que ella, ya evidencia una gran capacidad intelectual. Al presentarse, la pequeña saludó con un gran abrazo y deletreó su nombre.