Ereván. En la emblemática plaza de la República de Ereván, la pantalla gigante que difundía videoclips a la gloria de los combatientes armenios en Nagorno Karabaj fue retirada, a hurtadillas y a toda prisa.
Tras el estupor de la noticia, transmitida en plena noche a través de Facebook por el primer ministro, Nikol Pashinyán, los habitantes se muestran desolados, con una mezcla de incomprensión, desesperación e impotencia.
“Los armenios están quebrados, KO de pie”, resumió Jenny, una estudiante, profundamente afectada, a la imagen de los numerosos armenios anónimos interrogados por la AFP. “Hemos perdido. Y lo que pasó fue mucho peor que una simple derrota militar”, comentó la joven.
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“Es nuestra historia, nuestra cultura, nuestra alma lo que perdemos allí. Por no hablar del sacrificio inútil de miles de nuestros hombres, muertos o heridos”, se conmovió Jenny, quien quisiera “pronto despertar de esta pesadilla”.
“No teníamos otra opción”, incluso el Ejército reclamaba el cese de las hostilidades, justificó desde entonces el primer ministro Pashinyán, quien reconoció que fue una decisión “increíblemente dolorosa”.
Algunos centenares de manifestantes, coléricos, irrumpieron en plena noche, al anuncio de la noticia, en la sede del Gobierno y en el Parlamento, vilipendiado al “traidor Pashinyán”.
“Todos hemos sido tocados en el corazón”, manifestó Armán, un periodista local, quien habló primero de su “incredulidad” y luego de la desesperación de sus allegados.
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Cada familia en Ereván tiene un hermano, un primo, un amigo en el frente. Dondequiera que vayas, en la peluquería o en el café, el tema es el centro de todas las conversaciones, en un país con un patriotismo natural y muy fuerte, sin duda modelado por el genocidio y una historia tumultuosa.
En las últimas semanas, hubo noticias alarmantes por teléfono; el doloroso recuento diario de muertos (a menudo unos 50 al día), o estos videos de los temibles drones azerbaiyanos atacando vehículos blindados y soldados en las trincheras.
La amarga realidad
La caída de Shusha, ciudad estratégica y emblemática, precipitó el final. La atmósfera de los comienzos de la guerra, hace apenas siete semanas, parece ahora a años.
Las filas de voluntarios que hacían cola para alistarse, las recaudaciones de fondos, de ropa, las múltiples movilizaciones para sostener o cantar la gloria del Artsakh (nombre armenio de Nagorno Karabaj) en guerra, o incluso los comunicados sobre los avances del Ejército. De todo esto, es como si no quedaran más que las banderas colgadas en las ventanas y en los faroles.
“Pashinyán no tenía otra opción, es la menos mala. Al hacerlo, salvó vidas y lo poco que se podía salvar en Karabaj”, estimó Jenny, un discurso ampliamente compartido en Ereván. Tanto más cuanto que fue Rusia, “nos guste o no, nuestro único socio”, quien patrocinó el alto el fuego.
Las incógnitas alrededor del acuerdo alimentan el trauma. ¿Qué será de los monasterios? ¿Cómo podemos vivir seguros con el Ejército azerbaiyano tan cerca, en un Karabaj totalmente rodeado? ¿Qué hay de este corredor de carreteras en el sur del territorio armenio que supuestamente conecta a Azerbaiyán con su enclave occidental de Nakicheván?
“Con otro adversario que Azerbaiyán, podríamos creer en la paz. Pero no tenemos confianza”, se inquietó un militar.
La amargura contra la comunidad internacional es perceptible también. “El mundo no ha hecho nada por nosotros”, se quejó una madre de familia. “Una vez más, la historia ha demostrado que estamos solos, desesperadamente solos frente a nuestros enemigos”, agregó.