La discusión y el debate en torno a la existencia de empresas de propiedad estatal y, más en general, de muchas instituciones públicas, suelen ser muy pobres, pues terminan siendo contaminados por intereses específicos y prejuicios ideológicos.
Rara vez se escucha en Costa Rica una discusión serena y profunda sobre cuestiones fundamentales como su razón de ser (objetivos económicos y sociales), su apropiada y sostenible financiación y, mucho menos aún, sobre su gobernanza.
La propiedad estatal de empresas o la existencia de instituciones gubernamentales no es un pecado en sí mismo ni la solución a todos los problemas como suelen argumentar los extremos ideológicos.
Las empresas y las instituciones públicas exitosas parten siempre de una definición clara de sus objetivos y de un mandato colectivo para alcanzarlos.
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Como es normal en nuestras sociedades cada vez más complejas, esos objetivos pueden irse modificando con el paso del tiempo, sea porque se ha sido exitoso en alcanzarlos o, más comúnmente, porque el mundo y la sociedad costarricense cambian y, con ellos, las demandas sobre las instituciones gubernamentales y la forma de satisfacerlas.
Pero se da una paradoja: a pesar de los cada vez más frenéticamente cambiantes entornos y demandas que enfrentan las instituciones públicas, sus objetivos, mandatos y estructuras suelen ser cada vez más anquilosados y escleróticos.
Varios factores explican esta situación, por una parte, los bloqueos a la hora de buscar acuerdos para las transformaciones que propician grupos de interés y actores políticos y, sin duda, la inercia que los incentivos – o ausencia de ellos – que favorece la lógica de lo público en países como Costa Rica.
Al final del día, el resultado es empresas de propiedad estatal e instituciones públicas viviendo como si el tiempo se hubiera detenido décadas atrás, sin ser capaces de satisfacer las nuevas demandas sociales y convirtiéndose en costosos agujeros negros presupuestarios y una razón más que abona a la desconfianza y el descreimiento de las ciudadanías con el enorme daño que esto produce sobre la convivencia democrática.
Una parte crucial de cualquier reforma del Estado y a su propiedad accionaria debería pasar por un continuo cuestionamiento acerca de la razón de ser de empresas e instituciones acompañado, claro está, de decisiones oportunas y basadas en acuerdos amplios y sólidos que permitan desde ajustar objetivos y mandatos hasta cerrar instituciones.
El otro gran vacío es el de la financiación sostenible y apropiada. No en pocos casos a empresas e instituciones se les asignan objetivos y funciones sin que, al mismo tiempo, se les dote de los recursos correctos para ejecutarlos.
Afortunadamente, en el caso de las empresas de propiedad estatal con la creación de reguladores y supervisores independientes quedaron atrás muchos de los problemas de captura y de manejo político de tarifas de servicios públicos.
Pero persisten prácticas inaceptables en el caso de instituciones a las que se les asignan alegre e irresponsablemente objetivos colectivos sin la financiación adecuada; que, normalmente, debería provenir de los presupuestos generales aprobados por los órganos de representación política. Este es el caso de la seguridad social, por ejemplo.
En lo que constituye una mala práctica desgraciadamente cada vez más generalizada, se da el caso de empresas e instituciones públicas que habiendo perdido su razón de ser – manifestándose esa circunstancia en ausencia de norte en su gestión y en una merma significativa de sus fuentes de ingresos y de financiación – se les mantiene artificialmente con vida gracias al poco transparente mecanismo de las compras públicas.
Este mecanismo es opaco en varios sentidos. En primer lugar, al obligar o propiciar que otras partes del sector público contraten servicios con empresas o instituciones en problemas se está subsidiando su operación o realizando de facto un rescate financiero que debería reflejarse con claridad meridiana en los presupuestos generales sujetos al control político y ciudadano y no ocultarse dentro de los gastos gubernamentales usuales.
Como si esto no bastase, estos muertos en vida institucionales además son usados – en los casos en que gozan de espacios de mayor flexibilidad operativa, presupuestaria o de contratación – como peligrosos mecanismos para saltarse las reglas de publicidad y transparencia y los controles que, necesariamente, deben existir en el caso de los presupuestos gubernamentales.
De esta forma, lo que antes eran empresas de propiedad estatal o instituciones terminan siendo oficinas paralelas de compras para otras partes del sector público con el fin de generarles ingresos que les mantengan con vida y evitar controles y restricciones presupuestarias.
Por último, pero por supuesto, no menos importante está la gobernanza de las empresas e instituciones públicas.
Las estructuras de gobierno, gestión y control de las empresas de propiedad estatal y de las instituciones con diversos grados de autonomía deben desarrollarse y fortalecerse efectivamente con el fin de blindarlas de los vaivenes e intereses políticos de turno, de la posibilidad de que terminen siendo capturadas por grupos específicos y, por supuesto, de la corrupción.
Como si esto no fuera suficiente razón, una gobernanza sólida y que perdure en el tiempo asegura que los objetivos empresariales e institucionales se cumplan correctamente, que las políticas y funciones no dependan del talante o las competencias de los jerarcas de turno y que, pensando estratégica y prospectivamente, se adapten mejor a las realidades cambiantes.
En los últimos dos años, lejos de mejorar se observa un marcado deterioro de la gobernanza pública alimentado por perversos discursos populistas y autoritarios, que pretenden resolver los problemas con verticalismo y control, acompañados de incompetencia y poco respeto por la institucionalidad y el marco legal.
Esto entraña serios peligros en muchos frentes que van, desde lo presupuestario al generar peligros de contingencias fiscales asociadas con el mal desempeño de empresas e instituciones públicas hasta políticos relacionados con el control indebido de la institucionalidad, los riesgos sobre la probidad y la transparencia y, al final del día, la confianza de las ciudadanías en lo público y, aún más grave, en el sistema democrático.