La razón geográfica que la hace tica es porque el punto continental más próximo es Golfito; pero su cercanía a la isla Galápagos de Ecuador y a la isla Malpelo de Colombia extiende a cuatro las fronteras del país. Por su diversidad y la cantidad de fauna y flora de características endémicas, en 1997 la Unesco la declaró Patrimonio Natural de la Humanidad. Es, además, parque nacional desde 1978 y se conoce como el Área de Conservación Marina Isla del Coco (ACMIC). La geopolítica la convierte en el distrito más alejado de su cantón, Puntarenas, a 496 km de Cabo Blanco, dirección suroeste y entre los paralelos 5”30’ y 5”34’ y los meridianos 87”1’ y 87”6’. En otras palabras, para llegar se surcan cerca de 40 horas hacia el Pacífico más profundo.
A lo largo de sus cientos de vidas, la isla se ubicaba en medio de la ruta de navegación de los buques españoles, durante el periodo de la colonización de América. Esta distancia conveniente les daba a los piratas un centro de operaciones estratégico para asaltar y extorsionar colonos, con la gran ventaja de que se podían abastecer de agua dulce y, no faltaba más, de cocos.
La soberanía costarricense sobre la isla fue declarada en 1869 por el presidente Jesús Jiménez Zamora, pero su crónica de fundación sigue construida a partir de fragmentos y menciones en bitácoras de marineros. Uno de los documentos recientes para entender la historia de esta frontera de Costa Rica, paradójicamente, es el Diccionario Histórico de los Toponimios de la Isla del Coco, de Ronald E. Díaz Bolaños y Eric J. Alfaro Martínez, dos investigadores que publicaron sus hallazgos en un libro con el apoyo de la Universidad de Costa Rica.
En él, a manera de glosario, se describe toda la geografía y el registro onomástico de cómo, conforme cambiaban sus habitantes, se sustituía también la toponimia. Los nombres van de lo histórico a lo anecdótico. Esa detallada investigación deja entrever cómo, sin ningún filtro de censura, la isla mantiene sitios con nombres de piratas, cazadores de tesoros, familiares de políticos, políticos y otros novios. Un acervo absolutamente rico, que retrata una zona geográfica que no esconde ni maquilla su pasado, con muestras como isla Cáscara, Roca Sumergida, Roca Sucia, cabo Dampier, quebrada El Pinzón, quebrada Camila, punta Don Will y estrecho Esperanza, entre otras.
La cotidianidad de esta ínsula es ser una tierra esquiva, oculta a conveniencia, por su escudo impenetrable de parque nuboso. Es visitada por miles de viajeros curiosos y otros con misiones y fines políticos, como Franklin Roosevelt, que consideraba la posibilidad de una base militar; o Jacques Yves Cousteau, que investigaba océanos, y hasta Leonardo Di Caprio, actor y activista de causas marinas.
Balleneros y deforestadores. Algunos árboles frutales y plantas comestibles, así como cabras (ya desaparecidas) y cerdos son especies heredadas por los sistemas de abastecimiento de alimentos que instalaron los cazadores de ballenas. Así como era sitio para que los bucaneros conspiraran, los balleneros fueron otros grandes habitués de la Isla del Coco. El registro de inscripción del nombre de sus barcos en las famosas rocas grabadas de la bahía Chatham (junto con Wafer, las únicas dos bahías en las que se puede desembarcar) consigna su paso.
Algún dato suelto describe que el capitán James Colnett, a bordo del Rattler, luego de publicar varias de sus expediciones y revisar las crónicas de Lionel Wafer, declaró que la Isla del Coco y en específico bahía Wafer era un punto apto para el intercambio de información y abastecimiento entre navegantes. De esta manera, no solo extrajeron árboles con el fin de convertirlos en leña que quemaban en el proceso de extracción de los aceites de las ballenas, sino que cazaban los cerdos y las cabras para comer y llevar provisiones.
Lionel Wafer –imposible no mencionarlo– era un cirujano marino que luego de muchos años de servicio terminó uniéndose a los más reconocidos barcos piratas y aliándose con los capitanes más perversos como Cook, Dampier y otros, y quien luego de su visita en 1685 a la Isla del Coco describe la devastación que sufre ese territorio a manos de la variedad de forasteros; también conforma la lista de visitantes que le dan nombre a la geografía; en su caso dejó el suyo en la bahía más importante, otro toponimio no inexplicable, pero sí sospechoso.
El tesoro, o mejor dicho, su leyenda. “Eligió recordarle a Dick la fortuna que les esperaba en la Isla del Coco, un trozo de tierra ubicado al sudoeste de Costa Rica. –No bromeo, Dick. –dijo Perry–. Un tesoro de verdad. Tengo un mapa”.
La cita es de la novela A sangre fría (1967), de Truman Capote. Aclaración: Aunque después de leer la palabra “tesoro” siente que ya mismo debe correr por la brújula, el pico y esa swiss army que recibió en Navidad, ad portas se le aclara que es prohibido buscar el tesoro en toda el Área de Conservación Marina Isla del Coco. En esto no hay sentido común; sin embargo, si uno lo piensa, ni el capitán Vancouver, ni Gissler, ni Cook, ni Henry Morgan ni tan siquiera el pirata Benito Bonito pudieron encontrarlo; ¿qué reflexión habría que plantearse?
El trance histórico lo detonó otro pirata, el inglés William Thompson, en 1821, cuando aprovechó que Lima estaba cerca de la revolución, y huyó con un tesoro compuesto de imaginería en oro, monedas y joyas. Ese evento da pie a una colección de especulaciones de que Thompson, sabiéndose perseguido por la Armada Española, ocultó el tesoro en la isla y escapó.
De los incontables mapas, una de las direcciones más acotados es esta: Bájese del barco en la Bahía Hope, entre las dos islitas, en aguas de una profundidad de 9 metros. Camine 350 pasos hasta la orilla del riachuelo y luego gire hacia el norte/noreste por 850 yardas. Clave una estaca. La estaca con el sol poniente dibujará la silueta de un Águila con alas extendidas. En la extremidad entre el sol y la sombra, hallará una cueva marcada con una cruz. Allí está el tesoro.
Hay versiones encontradas (y ninguna comprobada con rigurosidad) que dicen que el tesoro nunca llegó a la Isla del Coco y otras que afirman que pudo ser el capitán inglés George Vancouver, explorador de las costas de Canadá, quien a lo largo de sus expediciones se lo llevó todo a bordo de su HMS Discovery. El periodo de exploración masiva del botín se extendió de 1824 a 1994, año en que se prohibió la búsqueda, principalmente por los casi 20 años de excavaciones del cazatesoros alemán Augusto Gissler.
Gissler, contagiado de la fiebre del tesoro, llegó a Costa Rica y consiguió ser nombrado gobernador de la Isla del Coco, cargo que mantuvo entre los gobiernos de los presidentes de turno, José Joaquín Rodríguez y Rafael Iglesias. Con la encomienda de poblar la isla y crear una comunidad agrícola, se mudó a bahía Wafer con otras 13 familias alemanas, para dar inicio a un plan que falló por descabellado y dejó cavernas enormes, que evidencian que mientras las familias sembraban, Gissler se entretuvo pagando por pistas a otros buscadores de tesoros y cavando túneles que llegaron hasta a interconectarse.
En un periodo que va de 1889 al 1906, la comunidad se fue desintegrando por la escasez de medios de subsistencia, alimentos y comunicación. Los últimos en abandonar fueron Gissler y su esposa, que se mudaron a Nueva York, hasta su muerte. Además de los laberintos cavados, Gissler dejó una huella de más de 112 especies introducidas de plantas, que irremediablemente alteraron la composición del bosque y dejaron en riesgo la fauna y la flora endémica.
No solo Gissler y los balleneros sumaron la fauna presente en la isla; también hay registro de que los venados que se reprodujeron rápidamente, nacieron de una pareja que liberó el expresidente Ricardo Jiménez, para darle variedad a la fauna.
Foto: Oren BornsteinPunto de buceo. Hay más probabilidades de morir por tomarse un selfie que ser mordido por un tiburón, dicen. Sin más, bucear con tiburones en la Isla del Coco pasó a ser tan inofensivo como limpiar el desktop de la compu. Y tan extraordinario como experimentar un planeta que es más agua que tierra. Y justo allí, sumergido en las periferias de cada islote, el universo se ve más grande.
Esa tierra de más de 24 kilómetros cuadrados y extensión de 12 millas náuticas desde bajamar, interrumpida por islotes y zonas aledañas, registra cinco corrientes marinas. Por este fenómeno, es una de las mecas de miles de buceadores al año, que a manera de peregrinaje se lanzan según sus posibilidades técnicas y diferentes licencias para inmersión, con el fin de abarcar al menos un porcentaje de esas 300 especies de peces marinos (10% endémicas) y más de 600 variedades de moluscos (7,5% endémicas), en una claridad submarina nunca interrumpida por sedimentos ni contaminación.
Las profundidades son casi santuarios de tiburones de aleta blanca que descansan en la arena plácidamente y de pronto se ven acompañados de los emblemáticos tiburones martillo, atún de aleta amarilla, manta rayas, peces loro y otros animales que se conducen libre y pacíficamente entre los visitantes. Los puntos de buceo son variados. El favorito es Manuelita, un islote con mucha vida submarina que da alimento a la fauna circundante. Otro espectáculo son las estrellas de mar gigantes extendidas a lo largo de planicies de arena blanca y la posibilidad inminente de ver los tres tipos de tortugas marinas, 50 artrópodos (siete endémicos), 57 de crustáceos y 600 moluscos.
Se registran también 100 tipos de aves (13 residentes, tres endémicas y en peligro de extinción), más de 800 especies de insectos (15% endémicas); más de 100 especies de aves (13 residentes, tres endémicas); cinco especies de peces de agua dulce (tres endémicas) y cerca de 400 especies de plantas. La concentración de tantas especies endémicas le dio al Parque Nacional Isla del Coco (PNIC) la condición de Humedal de Importancia Internacional (Sitio Ramsar).
La fauna marina de la isla, afortunadamente, parece registrar un aumento en lugar de una disminución; esa es una de las razones por las cuales la forma de explotación turística está tan controlada y dosificada. En su mayoría, los visitantes son buceadores que pagan $25 (nacionales) o $50 (extranjeros) al día por el ingreso al área de conservación marina permitida.
Botánica popular. Caminar por un sendero de la isla es como ver una imagen que reaparece idéntica durante el tiempo que usted camine, una manera sencilla de entender esa flora repetitiva del parque. Hay copey, helechos, palo de hierro, palma endémica, musgo y otras plantas que conforman unas 235 especies que crecen en abundancia. Pero, con excepción del bosque nuboso, en la zona alta de la cordillera la flora tan similar dificulta la exploración.
El bosque nuboso, a una altura de más de 600 metros sobre el nivel del mar, cuenta una historia paralela de un lugar que jamás se pensaría que es una isla. En otras cordilleras del continente, esa flora y condición climatológica se da en alturas mayores a los 1.200 metros, lo cual también llena de misterio la geografía del sitio. Es todavía más insólito si se toma en consideración que las islas más cercanas, como Galápagos y Malpelo, son semidesérticas. Una razón más para el asombro.
El agua dulce. Dice Dulce Varela, cocinera y centinela de la planta hidroeléctrica de la base Wafer, que la principal maravilla del parque es el agua dulce. Su trabajo en conservación y la austeridad y sabiduría que esta mujer ha entregado a su oficio durante los años allá, la ha hecho recibir diferentes encomiendas, como el mantenimiento y correcta operación de esa planta. Dulce, con apoyo de otros compañeros, como Marta Bogantes, en su rutina de labores de alimentación de guardaparques, caminan montaña adentro, por la ladera del río Genio, para limpiar las parrillas, que van acumulando hojas y otros sedimentos que pueden entorpecer el abastecimiento de agua a las áreas de residencia del personal del parque.
El escuadrón de cocina de la Isla está compuesto por Filander Ávila, Marta y Dulce; los tres, en calendarios que rotan, se encargan de los tres tiempos de comida de todo el personal. Pocas veces coinciden en su rol, pero mantienen bitácoras y menúes planeados en conjunto.
Tres historias de vida de los casi 20 guardaparques que itineran 30 días en la isla y 22 días en su hogar por todo el país, los 365 días del año.
Foto: Oren BornsteinEl radar, el mirador y el bote inflable. En un universo ideal, el radar y el observatorio que construye la Compañía Nacional de Fuerza y Luz en la Isla del Coco servirá para alertar tanto de una emergencia por la detección de barcos pesqueros en zonas prohibidas (protegidas), como de naves sospechosas de tráfico de drogas.
Ese es el objetivo que movió al Ministerio de Obras Públicas y Transportes, en coordinación con la Dirección General de Aviación Civil (Cetac) y la Corporación Centroamericana de Servicios de Navegación Aérea (Cocesna) para instalar ese dispositivo de Vigilancia Dependiente Automático (ADS-B).
Esta es una primera fase de la estrategia de control y vigilancia que facilitará las labores de las autoridades de este parque. En esta misma línea, la campaña “Todos a bordo”, promovida por la Fundación de Amigos de la Isla del Coco y la Asociación Costa Rica por Siempre, y patrocinada por una serie de empresas, logró recaudar más de ¢110 millones para comprar una lancha rápida que apoye las labores de patrullaje de los guardaparques.
El panorama es promisorio, porque en este momento la isla tiene en funcionamiento una patrullera que descuenta varias décadas de operación y una bote inflable o lancha rápida, que aunque los mecánicos navales se empeñan en mantener en perfecto funcionamiento, el paso del tiempo no perdona su inminente caducidad.
De ACMIC mínimo deben viajar tres funcionarios y el equipo con el que cuentan (en algunos casos armas de la Segunda Guerra Mundial), atenta más contra sus vidas que defender los intereses nacionales.
En un caso extremo, en el que deban enfrentar un pesquero furtivo desde su bote de inflar, la vulnerabilidad de nuestros guardaparques es proporcional a la precisión con que el enemigo les clave un alfiler. Casi una hipérbole, sí, pero lo cierto es que la soberanía y vigilancia del país, en el caso particular de la Isla de Coco, pasa mucho tiempo únicamente en manos del Sistema de Parques Nacionales y el equipo y capacitación con que cuentan no es para enfrentar situaciones de ese riesgo.
Los guardaparques, o carrera de relevos. Hay un diminuto pelotón de funcionarios públicos, cerca de 30 (20 que trabajan en la Isla y 10 en labores administrativas en San José), que se desempeñan en todo tipo de especializaciones relacionadas con el mantenimiento de las zonas de protección. Hay capitanes, mecánicos, cocineros, biólogos, administrativos. Por el tipo de jornada laboral, los guardaparques de ACMIC laboran en roles de 30 días continuos y 22 libres. Eso quiere decir que las interacciones de los guardaparques en Continente (como reconocen al resto del territorio de Costa Rica que no es insular) están construidas a partir de muchos acuerdos con familias, amigos e incluso estudios. Lo hacen, muchos de ellos por años y por la pasión que sienten por proteger las riquezas naturales de las generaciones por venir.
Cuando Fernando Quirós asumió su cargo, bajó la jornada de 45 a 30 días, precisamente porque pasar ese tiempo en aislamiento es perturbador y aunque en las bases hay conexión fluida a Internet, el contacto físico con seres queridos es lo natural. Quirós admite, eso sí, que el periodo ideal debe ser 15 días. “Se gastan dos días para entrar y dos para salir” e, incluso, explica que los 30 días “están supeditados a la frecuencia de los viajes de los barcos que operan el turismo de buceo”, que son quienes, por convenio con el Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac), transportan alimentos, materiales y personas durante su recorrido. Actualmente, la operación del parque depende de dos empresas privadas de buceo: Aventuras Marítimas Okeanos y Undersea Hunter Group. Si alguna de las dos deja su actividad, se pierde el equilibrio total de la Isla.
Algunos temas pendientes de resolver son mejorar el equipamiento, procurar más capacitación y solucionar temas de desecho de materiales que se confiscan, como kilómetros de líneas de pesca de barcos dentro del área de prohibición, o abandonados y encontrados en el mar. Habría que sumar, si es posible, el objetivo de lograr una forma alternativa de transporte.
Geiner Golfin, guardaparques y administrador del Parque Nacional Isla del Coco, es otra figura del activismo por la naturaleza, quien como si siguiera la Contracorriente Ecuatorial del Norte, ha ido atando lazos con las administraciones de las islas cercanas para intercambiar conocimiento de cómo resguardar mejor los patrimonios mundiales. Este biólogo de profesión tiene muy claro que la unión de estos archipiélagos vecinos beneficia la conservación de las especies.
Son áreas protegidas que comparten problemas como manejo de especies exóticas introducidas y que, además, enfrentan los retos de ser sitios de patrimonio natural y en algunos casos cultural: Coiba (Panamá), Malpelo, Galápagos, Cocos.
Golfin considera que Costa Rica debe aprovechar la ventaja que tiene la Isla como sitio Unesco. La diversidad del país es su mayor fuerza; dice que hay tres sitios de patrimonio cultural: Área de Conservación Guanacaste, Parque Internacional La Amistad Pacífico y la Isla del Coco, lo cual nos coloca en situación de privilegio en el orbe. Asímismo, Costa Rica tiene dos sitios marinos, que vistos en proporción compiten con grandes potencias mundiales de la conservación.
Foto: Oren BornsteinMigración o extranjería. Este administrador, identificado totalmente con su causa, también se refiere a otro tema medular. A la Isla viajan muchos barcos, un tránsito importante, que por falta de competencias y personal de Migración para permitirles el ingreso, deben pasar de lejos y cancelar su interés por conocerla. La única forma de llegar allí es saliendo de un puerto costarricense, con un pasaporte que certifique el aval para el desembarque.
Cómo explicarlo. Suponga que usted tiene un velero con el que cruza por el Canal de Panamá y continúa su travesía. Es un marinero amateur y planeó este viaje por años. Pasa por continentes y por islas, y en la ruta fija una parada en la Isla del Coco, ese único pico sobre la superficie que le quedó a toda una cordillera volcánica marina. Quiere correr a probar esas fuentes de agua dulce y de pronto aparece un guardaparques que le dice: “ No, sir, you cannot come on this island ” (No, señor, usted no puede caminar en la isla). –Ojos de asombro y desolación, claro. Porque como lo expresa Golfin, solo se puede entrar a este archipiélago si se tiene el sello de Migración tica estampado. Es decir, todo navegante debe ir a la oficina de Migración y Extranjería más cercana (a unas 40 horas, por ejemplo), porque en la isla “solo hay representación de guardaparques, no hay autoridades migratorias”. Es así, una belleza exótica que demanda una revisión para operar mejor.
Cuando se le conoce, no se le puede decir adiós. Se tarda aproximadamente una hora y media para darle la vuelta a la Isla. Cada cara es diferente, los islotes que la orbitan son rocosos, algunos tupidos de flora, otros blanqueados por los excrementos de los albatros; lo único que comparten entre sí es que todos son diferentes.
Cuesta imaginar que las cataratas que destila por casi toda su circunferencia caen directamente al océano. Agua fría y transparente que se precipita al mar turquesa y levanta una espuma, que más allá que color, lo que produce es música. Una emoción solo superada por la próxima instantánea que muestra un acantilado de roca quebrada que desciende formando un túnel, por el que se puede ver el tráiler de otra escena cinematográfica. Ojalá se pudiera exagerar esta descripción, ojalá todos pudiéramos recorrerla. Aún así, lo urgente sigue siendo entender que esta maravilla es parte de un territorio sobre el que debe legislarse para su correcta conservación.