Francisco Umbral detestaba los días de campo, pero amaba a los animales, en especial a su gata Löwe , con ese cariño reconcentrado que le quedó suelto desde la muerte de su hijo de cinco años, en lo que vino a ser una especie de orfandad inversa y detenidamente cruel. Paco Umbral detestaba las corridas de toros, de trajes ridículos y de pozos fluentes de petróleo hecho sangre, en las que las fieras sudan más en las graderías que en la arena.
Umbral amaba a los animales, pero detestaba los días de campo, de modo que era el único ambientalista que odiaba a la naturaleza.
En sus días tempranos de inmigrante pobre en Madrid, Paco Umbral surcaba las calles como un trotamundos de esquinas, de pensiones aromadas por la sopa de ayer, pues, sin trabajo ni bienes, el aventurero de los rumbos de una ciudad extraña es un Colón que todavía aguarda a que una reina le pague su descubrimiento de América.
En una de las esquinas trotadas de Madrid se hundía el Café Teide, donde –“al subterráneo sol de la mañana”, recordó Umbral– César González Ruano escribía artículos imborrables –por su perfección– y luego los enviaba a los diarios de mañana lucrando por el pan.
El Teide era un café de bohemios del mediodía, la especie lírica más necesitada del malditismo que solo obsequia la noche profunda; pero, a veces, los bohemios tienen más deudas que insolencia ante el burgués y han de comer de escribir artículos rutilantes del sol de la mañana, y además panem lucrando.
En los años 60, el Café Teide era la proa esquinera de una nave de poetas, cronistas y otros seres que han pasado a la historia de la literatura o que han sabido conservar su inexistencia. Los literatos son como los pintores pues algunos de estos son figurativos, otros son no figurativos y los demás no figuran.
En realidad, antes de ser un café, Teide fue un volcán que aún vive en la isla española de Tenerife. Por una predilección misteriosa, el Teide –café o volcán– vive asociado a los poetas ya que el papa del surrealismo, André Breton, ascendió al Teide en 1935 junto con Jacqueline Lamba, su “compañera sentimental” –cual escribimos los periodistas cuando nos ponemos cursis–.
Como es lógico, André y Jacqueline vivieron un volcánico idilio en el Teide, y de este tórrido romance al calor de playas surgió un libro extraño, El amor loco , en el que Breton contó aquella estancia y meditó sobre esto y aquello, y precisamente sobre el “amor loco”, que fue uno de los defectos o de las virtudes (aún no se sabe) de los surrealistas.
Ignoramos qué sea exactamente el “amor loco”, y le preguntaríamos al difunto Breton, mas nos daría una respuesta surrealista, de modo que nos quedaríamos igual.
Al parecer, el “amor loco” es un amor excesivo, volcánico, teidesco, cuya explicación reside en la ciencia, aguafiestas de las fantasías que pone orden en la casa. El enamoramiento surge de la imaginación, pero se realiza por la secreción cerebral de hormonas. Surrealismo o biología: tal es la diferencia que hay entre ser moderno y ser actual.