
Morir en la más pálida y atenazadora miseria, olvidado de una gloria que se aprecia efímera y lejana; privado de lo más esencial para la supervivencia y oprimido por implacables acreedores, es garantía indubitable de trascendencia de un espíritu creador, como el del italiano Pietro Mascagni.
Alcanzar el Eterno mortificando el cuerpo con todo tipo de privaciones, receptando in extremis los efluvios parnasianos de un pan y una cebolla, constituye un final de vida reservado a los poetas. Acaso el español Miguel Hernández o nuestro Lisímaco Chavarría –el más lírico trovador del terruño– puedan atestiguar el histórico aserto de que la miseria no puede apagar la inspiración cuando esta proviene de los confines de la propia y sencilla sabiduría.
El bardo ramonense, agobiado por una extrema enfermedad y una sorda indigencia, obtuvo fuerzas de su más profunda flaqueza para inmortalizar, con sus Anhelos hondos , la lira celestial que le entregaron un día –según su propia expresión– los “caprichos de amatista y las dulzainas campesinas”.
El cumpleaños de un compositor. Para el siete de diciembre de 1933, el musicólogo-filósofo-sociólogo alemán Theodor W. Adorno llamó la atención del gremio lírico por la celebración del septuagésimo cumpleaños de Pietro Mascagni.
La biografía del compositor livornés constituye uno de los poquísimos ejemplos de la historia lírica en los que el creador alcanza la celebridad merced a una ópera sola. Mascagni debe a Cavalleria rusticana una rara e instantánea celebridad, lograda a través de un lenguaje popular y de un tema pasional de gran sencillez.
El tema central de la breve ópera –pues dura tan solo cincuenta y tres minutos– es el proverbial honor del pueblo siciliano, tema procesado con ribetes de tragedia griega. El esplendoroso marco de los templos griegos de Agrigento dotó al pueblo siciliano de los elementos para crear y representar su propia tragedia. De hecho, la traducción literal del título operístico equivaldría a Caballerosidad campesina.
Adorno denomina a Mascagni “el verdadero Rimbaud de la música”, no por su simbolismo ni por haber cercenado voluntariamente su creatividad. El despiadado crítico afirma que, “impotente como los traductores, se quedó también el compositor ante la obra única”, y agrega: “No ha vuelto a paladear el éxito, el auténtico allegadizo, sin sustancia, al que se prestan sus amplias melodías”.
En la práctica, los reiterados intentos del compositor de Livorno por reeditar el fulgurante éxito de Cavalleria fueron vanos. De las diez óperas de algún relieve que brotaron de su avezada pluma, solo L’amico Fritz –cuadro de costumbres de una comunidad judía de los Alpes– ha permanecido en el repertorio tradicional. Isabeau, Il Piccolo Marat, Iris, Lodoletta, Parisina, Le Maschere y Amica son constantes y redoblados esfuerzos por volver al apetecido sitial de honor, a esa rara pole position de la Fórmula Uno de la composición.
Mascagni vivió lo suficiente para ver a su amigo y más directo rival, el luqués Giacomo Puccini, saborear las mieles del triunfo una y otra vez. Mientras Mascagni anunciaba públicamente sus estrenos, afirmando en cada uno que se trataba “de la mejor ópera de su autoría”, el genio de Lucca –protegido de Giulio Ricordi y Arturo Toscanini– cosechaba sucesivos y resonantes triunfos con Manon Lescaut , La Bohème y Tosca , y –aunque sólo al cabo del tiempo– con Madama Butterfly .
El contraste entre ambos creadores se hizo más evidente desde el punto de vista patrimonial: mientras Puccini vivía con holgura rayana en la insolencia –entre lujosos automóviles y modernas lanchas de motor–, su colega livornés, empequeñecido por el espejismo de su temprano éxito, fue reduciendo sus ingresos de forma notoria hasta morir en una condición lindante con la miseria extrema.
Un amigo peligroso. Acaso la decisión errónea que atrajo sobre Mascagni la desconfianza de sus colegas y la animadversión de influyentes sectores de la crítica, fue su adhesión política al fascismo y a su líder, el controversial y carismático Benito Mussolini. Nerone , una de sus últimas composiciones operísticas, fue un claro homenaje al Duce, que buscaba rehacer su prestigio político, ensombrecido por su cercanía con el Tercer Reich y su expansionismo suicida.
La irreflexiva adhesión al fascio y a las convicciones imperialistas del Duce, generó a Mascagni más inconvenientes que ventajas. Su condición intelectual se vio desprestigiada ante los círculos progresistas y democráticos liderados por Arturo Toscanini, el más influyente ícono musical de la época. Su nacionalismo, claramente lejano del que había inspirado a Verdi, fue interpretado por el pueblo como un oportunista intento de proselitismo político.
El gran público, heredero de la tradición verdiana, observó siempre a Mascagni con desconfianza. Exceptuando el demoledor desarrollo argumental de Cavalleria rusticana –suspendido en el tiempo sobre la magia eterna de su inolvidable Intermezzo –, el pueblo italiano no cantó jamás ninguna de sus melodías.
Mascagni se ganó la vida como expeditivo director de orquesta. De hecho, fue respetado por sus contemporáneos como un músico muy completo, sólidamente formado y de notoria musicalidad y buen gusto. Empero, la lira de Euterpe se rehusó a acompañarlo más allá de su temprano suceso, y las restantes musas le facturaron inmisericordemente un éxito demasiado prematuro.
Adorno ve en Cavalleria rusticana una obra “insólida, inhumana, eterna en lo inestable, auténtica en lo falso, y estructurada sobre la lava enfriada del diletantismo”. A su estructura de tragedia griega –dominada por esa extraña Sibila que se llama Santuzza–, el riguroso musicólogo la califica de “fantasmagoría de la Antiguedad, hecha para orquestas de salón”.
Pese a que la tradición lírica no podrá compartir el severo juicio del crítico alemán, es evidente que el parcial éxito de L’amico Fritz –único título capaz de permanecer con dignidad a la sombra de Cavalleria – sobrevive por el equilibrio y belleza melódica de su famoso duetto delle ciliege (dúo de las cerezas).
Ejemplo de ‘hamartia’. Al igual que los héroes griegos que tanto admiró, el maestro de Livorno erró el blanco al unir su destino al vano éxito del fascismo. Acaso confiando en la intervención divina en la que tanto creyó, Mascagni echó a rodar los dados de su existencia con una sola jugada; conspicuo error, digno de un desenlace para la ópera de su vida. El ilustre compositor fue honrado con el título de Cavaliere , más por los dudosos servicios prestados a la megalómana causa del Duce que por el recuerdo de sus éxitos, acaso extraviados y retenidos al pie del siciliano Etna.
De efímeros honores de pasajeros tiranuelos ningún humano se alimenta; en los estertores de una absurda guerra y en condiciones de indigencia que harían enrojecer de verguenza al régimen fascista, el maestro livornés entregó su alma a una implacable rendición de cuentas, en los inicios de agosto de 1945. A su favor, obraba empero el vertiginoso misticismo de su Regina Cœli , que salvó su alma del infierno de los tiranos y de sus aduladores.