Una amiga mía alemana muy viril (ella es la primera en decirlo), soltera con dos hijos varones adolescentes, se juntó con un hombre que era su polo opuesto, incluso más femenino que ella (lo dice él mismo). Él era divorciado y también tenía dos hijos varones adolescentes, que se quedaron viviendo con su madre, como manda la... Bueno, nada lo manda así, pero así suele suceder.
Al poco tiempo, la ex del divorciado tuvo un brote psicótico de antología, de poner en peligro su vida, la de sus hijos y medio vecindario. A la mujer la internaron y en la casa de la alemana viril se vieron conviviendo, de un día a otro, seis personas, de las cuales cuatro adolescentes varones de culturas muy distintas, donde el idioma sería un detallito comparado con otras diferencias, como que unos estudiaban y otros, no; unos fumaban y otros, no; dos tenían un cuarto para cada uno mientras los otros tenían que compartir; unos tenían más dinero que otros... Todo parecía indicar que en aquella casa, para que no terminaran todos agarrados del moño (es un decir, mucho moño no había en aquel hogar), para que no se mataran iba a tener que intervenir, como mínimo, la ONU.
Pero la cosa dio un giro tan inesperado como lógico, considerado ahora a la distancia. Y es que las normas de convivencia, en aquella familia, eran equivalentes a normas de sobrevivencia. O convivían o se extinguían. Sucedió que el respeto no era ahí algo impuesto, sino imprescindible. La mitad de la familia era una extraña para la otra mitad. Nadie podía hacerse el chineado, nadie era “el menorcito”, a nadie se le podía decir: “Usted es el mayor, hágase cargo”, nadie podía “montársele” a nadie, nadie podía decir “yo mando aquí”; ni siquiera el dinero entraba desde una sola fuente en aquella casa (los hijos de la alemana, dicho sea en este momento, eran de padres distintos). Nadie podía ni tenía que decir: “respete a su mamá” o “trate bien a su hermano”, porque, como se ha dicho, el respeto y la paz en aquella familia no eran una meta sino un punto de partida.
Los cuatro muchachos se respetaban porque no les quedaba más remedio. Se acabó el hacerse el tonto con los platos o robarle la coca cola al otro. La alemana hizo una agenda de limpieza, y a ver quién se atrevía a incumplirla. Como en la vida misma, ahí estaban todos de prestado. El concubino de mi amiga me dijo que estaba maravillado: aquella convivencia con extraños había hecho a sus hijos madurar sin esfuerzos. “He descubierto lo abusivas que son las relaciones familiares. Confianza da asco – me dijo–. Los jóvenes de hoy están como están porque se creen con derecho de exigir todo de sus padres”.
Vista desde fuera, aquella podía ser considerada una familia “disfuncional” (¿seguirá existiendo esa etiqueta?) o mínimo, “alternativa”. Y en efecto, como alternativa, no estaba mal. Familia: núcleo primario donde uno aprende a convivir, donde uno pone en práctica su modo de relacionarse con el prójimo. Da igual si hay cuatro papás y dos mamás o un papá, una mamá, y que el hombre lleve el moño y la mujer, los pantalones. La alemana me dijo: “La familia tradicional es la base de la sociedad... y se nota”.