El 31 de octubre los brasileños elegirán al sucesor del presidente Lula da Silva, que deja el cargo con índices de aprobación por las nubes y una lista de logros señeros en la política interna del país. Durante su mandato, la tasa de pobreza de Brasil descendió vertiginosamente y millones de brasileños ingresaron a la clase media, en buena medida gracias a la expansión del programa de transferencia condicionada de dinero conocido como “Bolsa Familia”.
Además, este año la economía de Brasil crecerá más del 7%. Es fácil ver cómo Lula se ha convertido en el presidente más popular de la historia de Brasil (así dijo alguien en Washington), y es fácil ver también cómo sus posibles sucesores en pugna —Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (la candidata con mayores probabilidades de triunfar) y José Serra, del Partido Social Demócrata–, mantendrían la actual mezcla de medidas de política económica adoptada por Lula.
Política exterior. En el ámbito de la política exterior, en cambio, la actuación de Lula ha sido mucho menos admirable. En junio de 2009, el régimen iraní le robó abiertamente la elección a la oposición democrática y enseguida dio rienda suelta a grupos de matones para que atacaran a los estudiantes que manifestaron su protesta. Pero Lula insistió en que no había evidencia alguna de fraude electoral: “No conozco a nadie”, dijo, “fuera de la oposición, que esté en desacuerdo con el resultado de las elecciones en Irán”.
Un año después, su intervención en el enfrentamiento provocado por el desarrollo nuclear iraní creó la impresión de que Brasil se ponía de parte de la teocracia y en contra de Occidente. Sea cual fuere la intención de Lula, circularon por el mundo entero fotografías del Presidente brasileño y el jerarca iraní Mahmud Ahmadinejad con los brazos en alto, en señal de triunfo, festejando un “tratado” nuclear carente de todo sentido.
Es también de lamentar el papel de Lula en la crisis política de 2009, en Honduras. Aun después de haber resultado claro que la separación del cargo del presidente Manuel Zelaya era un acto de defensa de la democracia sancionado por la Constitución, Lula insistió en mantener viva la controversia con su denuncia de que se trataba de un golpe de Estado. Brasil no ha reconocido aún al Gobierno del presidente hondureño Porfirio Lobo, que en noviembre pasado triunfó en elecciones libres y justas.
En junio, la secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton declaró: “El presidente Lobo hizo todo lo que prometió que haría. Concedió amnistía política. Estableció una comisión de la verdad y se ha dedicado a seguir una política de reintegración”. Lula, por su parte, se ha negado a restablecer relaciones diplomáticas con Tegucigalpa y de ese modo ha dado apoyo a la postura de Hugo Chávez, que califica a Lobo de “presidente ilegítimo”. El sucesor (o sucesora) de Lula debería restablecer las relaciones con Honduras, cuyo Gobierno merece el apoyo de los demócratas de todas partes del mundo.
El próximo presidente de Brasil también debería rechazar la actitud de Lula con respecto a Cuba y a Venezuela, una postura que lo ha llevado a justificar brutales violaciones de los derechos humanos. A principios de este año, después de la muerte de un prisionero político cubano, Lula criticó a los que hacían huelga de hambre en protesta contra Castro y defendió a su viejo amigo Fidel. Lula ha hecho también causa común con el émulo de Castro en Venezuela: en una entrevista con Der Spiegel, elogió a Chávez como “el mejor presidente de Venezuela de los últimos 100 años”.
Entre tanto, Lula ha asumido una actitud deplorable con respecto a Israel. En marzo de este año, durante un viaje al Cercano Oriente, se negó a poner flores en la tumba de Teodoro Herzl en Jerusalén, pero sí viajó a Ramallah a dejar una corona de flores en la tumba de Yasser Arafat. Un alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel declaró a un periodista del Jerusalem Post: “Es una ofensa que haya dejado una corona de flores en la tumba de un terrorista, pero no en la tumba del visionario del sionismo”.
La actitud de Lula contra Israel y favorable a Arafat refleja el espíritu del viejo Movimiento de Países no Alineados (MPNA), que comenzó en la década de 1950 como una legítima asociación anticolonialista, pero que pronto cayó bajo el control de Arafat, Castro y otros dirigentes radicales del Tercer Mundo. Brasil nunca se incorporó oficialmente al MPNA, pero compartió mucha de la hostilidad de esa organización contra Estados Unidos.
De hecho, el país tiene una larga historia de intervenciones que irritan a Estados Unidos en cuestiones diplomáticas de alta visibilidad, como la guerra de Nicaragua en la década de 1980. Como dijo el corresponsal de Newsweek Mar Margolis en mayo de este año, “las aristas de la política exterior del Brasil están exacerbadas por tensiones dentro de su servicio exterior, donde todavía existe una veta profunda de antiamericanismo que data de la Guerra Fría”.
Prioridades. Una de las prioridades del próximo Gobierno de Brasil debería ser eliminar los vestigios de ese antiamericanismo que es, sobre todo, una consigna antidemocrática. Más que coquetear con los dictadores de Irán y Cuba, Brasil debería concentrarse en aumentar la cooperación con otras democracias emergentes, como las de México, India, Indonesia y Sudáfrica.
Es difícil que Brasil pueda convertirse en un actor responsable y constructivo en los asuntos globales mientras su Presidente anda de la mano con personajes como Ahmadinejad y los hermanos Castro.
Los bemoles del sistema de educación brasileño siguen siendo, a largo plazo, uno de los pilares más débiles del país. Pero la rapidez con la que está aumentando su poder económico –impulsado por una masiva riqueza mineral y agrícola– le ha conferido a Brasil una enorme oportunidad de ejercer mayor influencia en la política internacional. Lula no ha sabido aprovechar a fondo esa ventaja. Esperemos que quien lo suceda posea una visión más certera del papel de su país en el mundo. Ojalá así sea.