Un libro de memorias de la niñez siempre es algo muy especial, porque desde el lente experimentado el análisis o recuento de esos hechos tienen una poderosa observación pura y desalienada. Es el saber interpretar lo que un niño veía de la política o de varios eventos, como fiestas patrias, eclesiásticas, y sociales, donde estaban las tradiciones, que eran una manera de evidenciar la identidad, las actitudes artísticas, en suma la identificación y la autoestima.
El recordar es rescatar el olvido. Publicarlo es hacerlo permanente, cosa que la literatura ejerce de forma magistral. Parece que el recordar es una magia que aceptamos, y en este caso el escritor es el poseedor de esas anécdotas, que de otra forma se hubieran ido con las mareas. Narrado con cierta poesía, como las olas se colaban en los pilotes de su casa, pero era una forma de miedo para un niño pequeño.
El tener conciencia del frágil contexto es extraordinario. Rodeado de agua y apenas unido a tierra firme por una pequeña porción de arena. Encima el imaginario de monstruos marinos, barcos misteriosos y piratas. Y eso era el lugar, el mito y también lo que nos identificaba. No nos unía la historia, nos juntaba el bestiario de las leyendas: la Mona, el Cadejos, El Judío Errante, La mano Peluda, los duendes, e imagino que los que vivían con un estero en el subsuelo de la casa no faltaban la imaginación y la realidad. Hasta un muerto flotante. Todo eso y mucho más hay en este libro, por eso hay que leerlo y disfrutar todas sus únicas y hermosas imágenes.

Somos lo que recordamos
Eso lo dijo el filósofo Norberto Bobbio: “refiriéndose a la persistencia de las memorias que adquirimos incidentalmente, que constituyen la inmensa mayoría de ellas, y disminuye con la edad, a partir de los 40 años”. También escribe que los recuerdos que quedan fijos son los recuerdos de la infancia. Todas esas memorias, quizá seleccionadas, son los que constituyen la identidad de la persona, sea quien sea.
“Saber significa recordar” según Izquierdo autor de estas palabras citado por Cristian Vázquez:
“El valor de los hechos en la Vida, no dependen de los hechos en sí mismos, sino las emociones que llevan aparejados. Es eso lo que queda en los recuerdos de la infancia: la intensidad de las imágenes, como cicatrices, asociadas a las sensaciones y los sentimientos. Tardes interminables de juegos en el campito, una radio que transmite los partidos, la tierra blanda y mojada sobre los pies descalzos , el calor de una bolsita de papel madera, la música de una comparsa que ensaya a lo lejos, el olor a café, la pintura sobre una puerta un día nublado. Ninguna de esas imágenes dice nada en sí misma, ninguna de ellas funciona, de manera aislada, como una metáfora de la felicidad. Son la forma del recuerdo: la memoria es la que llena el contenido, la que los amalgama para siempre, la que logra que esos recuerdos sean la felicidad, la alquimista responsable de -quizás– la más peligrosa de las mezclas”.
Este libro de Rodrigo París Steffen es una prueba que la inexistencia de años pasados puede rescatarse mediante la literatura. Pero además son el punto de vista meditado de quien ha sido protagonista y afortunado en el ejercicio de la memoria creativamente. Es una evidente identidad en proceso de recordarse. Eso es dignísimo para la cultura. Lo retrotraído es como rescatar un tesoro hundido en el estero. También cultura significa rescatar.
Recordar es crear
Rodrigo París comienza Raíces en la arena describiendo una hecatombe geológica. Ese es el nacimiento de Puntarenas y una de las leyendas espectaculares que todos recordamos. Pero todo puerto es un comienzo del océano, toda playa que recibe un naufragio. Así como el mar es el origen de todo, es un protagonista de esta historia.
Mi familia china, mi primer ancestro llegó a este puerto del Pacífico, y se estableció también con sus raíces. En las memorias de Rodrigo aparecen los amigos chino puntarenenses y los que iniciaron la gran diáspora sino costarricense. También estas memorias son parte integral de este relato de la niñez. Es cierto, en la familia china de ultramar se creía que Puntarenas era un país llamado Puntalín, y así permaneció por varias generaciones. Hablar de Puntarenas era hablar de una tierra de ultramar que quedaba muy cerca -relativamente- de San Francisco de California. Lo que significaba oro. Era la Fiebre del oro.
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En esta lectura de Rodrigo París encuentro que lo simbólico son las emociones y no los hechos. Por eso conceptualmente son los recuerdos de infancia. Basta imaginarse el Puntarenas de entonces para saber el mundo fantástico, mítico y misterioso en un niño muy avispado, porque así se describe en ciertos parajes. Y es muy cierto porque se sobreentiende la sensibilidad del escritor maduro. Es como una posición entre los extremos: la niñez y la madurez. Lo importante aquí era lo que sentía y no lo que había. Esto para explicar que solamente el ejercicio de la memoria puede trascender.
No dejo de tener la sensación de que todo se ha unido ahora. El sujeto, el autor de este libro, y el lugar. Sujeto-Objeto-Síntesis. La síntesis de este encuentro viene a ser una serindipia: buscando algo encuentras lo inesperado. Sobre todo en un lugar de paso, donde conoces a los que parten y a los que desembarcan y desde luego a los que se quedaron.
Rainer María Rilke, que debe ser un poeta afín a Rodrigo París, ya que estuvo estudiando en Viena algunos años, decía que la única patria que tiene el hombre es su infancia.
Coincidentemente mi padre, en Cañas, que además de agricultor que llevaba su arroz en sacos a Puntarenas, tenía una cantina enorme, llamado el México Bar, también allí viví experiencias (detrás del mostrador) de sabaneros borrachos en sus caballos durante las fiestas cívicas. Como olvidar en este libro de Rodrigo París la llegada a “Los Baños” de un jinete envalentonado, siendo además un político local, exigiendo una botella de whiskey, o la del niño que cae del tejado y dice que le salvó su abuelo, que había fallecido dos años antes. A mi, e imagino que al autor, nos habrá parecido algo a las películas del Oeste, de Hollywood o también mexicanas, con sus charros, pistolas y caballos. Y luego lo comenzamos a ver como Realismo Mágico después de los años setentas.

En este libro el contenido se llena con la memoria, la forma, el recuerdo de imágenes y conversaciones. Todo eso termina en una suerte de felicidad y de alquimia. Hay una mezcla maravillosa que nos hace vernos a nosotros mismos. La narración se vuelve universal al invocar grandes hechos históricos, desde el punto de vista de un niño. Muchas veces la historia es narrada desde los adultos, como si los niños no hubieran tenido las mismas consecuencias, sobre todo que carecían de mucha información, como por ejemplo la educación sexual y los derechos de los niños.
En la prosa de París Steffen se hace evidente que ha pensado mucho estos relatos y apenas ha seleccionado algunas anécdotas. Es lo mismo que el artista pintor decide al recrear los paisajes que le habían impresionado. Pero en el arte sucede que una obra a veces desencadena otra. No se trata de recopilar sino de analizar, y muchas veces un intento de entender aquello y por qué.
En un autor como Rodrigo París la niñez era un interrogatorio de texto y contexto. Y lo digo porque es un creador en busca de sus fantasmas de la niñez, como se dice parafraseando a García Márquez. Muchos de los hechos en estos lugares están llenos de Realismo mágico porteño, de transfiguraciones, de los mismos piratas iniciales, sirenas y manatíes, de bagres y calamares gigantes. Con una historia precolombina fantástica, lo mismo que la época colonial.
No puede pasar desapercibido que la descripción de estos recuerdos se convierten en espejos de nuestra identidad escamoteada. Mucho de lo descrito pasaba en otros pueblos que no tenían mar ni mucho menos un estero al lado. Pero lo ocurrido aquí solamente en una ciudad sorprendente, que tiene las raíces en la arena y la historia en las gentes se vuelve notable. Nos habla de una estética de muelles, de pilotes escondidos, de peces misteriosos y con luz propia. No dejo de recordar el óleo de don Paco Amighetti titulado El estero referido a Puntarenas.
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Entiendo la retrospectiva del autor porque atiende a esa imagen. Desde lejos, desde mucha distancia puede experimentarse una visión mas completa que cuando vivíamos inmersa en ella. El hecho de mirar desde afuera te hace reconocer identidad y un entendimiento del valor y lo vernáculo. Hay un aprecio a lo propio quizá porque has conocido el afuera. Cuando has vivido algunos años ausente de tu pueblo, de tu país, de tu región, todo se vuelve distinto. No se como, pero lo miras con otros ojos y te ayuda a entenderlo, a compararlo. No vuelven solo los recuerdos, también los sueños de entonces. El tiempo te permite recuperar el tiempo.
La mejor época
Encontré en un ensayo sobre libros de memorias de infancia donde se analizaba la manera en que se rescata el pasado, la sensibilidad humana o la penetración en la sicología del niño o niña que fueron autores. El autor advierte que ninguno es de los que narran con rencor, con afán de culpabilizar a otros, o interés en exorcizar las dificultades que ha sufrido el lector.
Por ejemplo León Tolstoi en Infancia, adolescencia y juventud analiza los entretelones de un niño que va creciendo. El amor a su madre, las rivalidades de hermanos, las humillaciones entre niños. El contexto interior y exterior.
En La Rosa de Camilo José Cela, sobre su niñez prevalece la “cordialidad afectuosa” en un gran contraste con su narrativa.
Isaac Bashevis Singer, pintó el mundo judío centroeuropeo de su infancia. Mostraba que la educación no resolvió sus dudas, y eso no impedía a singer realizar una evocación agradecida del niño y la coherencia de sus padres y el hablar afectuosamente de las personas que acudían a su papá para consultas, el rabino de esa pequeña comunidad judía.
No es sorprendente que la narración de Rodrigo París sobre sus tiempos de niño sean los mismos de muchos niños. Cuando se comparten los recuerdos históricos o el contexto también se identifica por otros. Este proceso hace que lo escrito no sea un asunto personal. El Yo es los Demás. Por eso una narrativa sobre la infancia es muy valiosa si se logra conjuntar el esquema de la identidad, lo que unía al pueblo, lo que definía a esa comunidad y todo lo aprendido. Esa es la persona en su karma. Es además una entrega del alma, es un divina heredad.
La felicidad, que es el fin de toda “rememorización” reside en volver a disfrutar los mejores tiempos. Y es en la niñez donde se pone la reflexión, es el acto mágico que hablaba al principio: las imágenes recordadas que valen mas que mil palabras.