La fantástica y nunca bien ponderada verja del parque central de San José, apenas superó los sesenta años (1868-1930), tiempo suficiente para dejar una huella tal que, hoy aún, lamentamos su pérdida. Sin embargo, su breve historia no solo testimonia su inusitada belleza, sino también la tragedia que sus pesados hierros produjeron a la población josefina, el día de Corpus Christi del año 1890.
Aquellos 400 metros lineales de verja perimetral, los trajo de Inglaterra el director de Obras Públicas, el Ing. Ángel Miguel Velázquez, por encargo de la Municipalidad de San José. Arribó la obra el 25 de diciembre de 1867, junto con la fuente Cupido y el Cisne (hoy en la Universidad de Costa Rica) y la fuente de Moisés (hoy en el Hospital Calderón Guardia).
En aquel San José de antaño, el parque central era la gran joya de la capital, un sitio que no envidiaba nada a un parque europeo, con su encantadora fuente construida por la más longeva fundición en hierro del Reino Unido (Coalbrookdale), por su esplendorosa verja (también británica), por su radiante tiovivo, y por el quiosco --estilo japonés-- para la banda militar, así como por sinuosos senderos, plenos de arriates con plantas en flor, todo ello rodeado de espesos higuerones.
La celebración del Corpus Christi era tan multitudinaria como las procesiones de Semana Santa porque, además, se realizaba un solo evento para toda la población de San José. En cada esquina externa del parque se colocaban majestuosos altares, uno por cada distrito central: Merced, Carmen, Hospital y Catedral. Para darnos una idea de la importancia conferida a los altares, el periódico La Nueva Prensa (22 de febrero de 1930), en una detallada crónica de los acontecimientos de 1890, comenta que doña Luisa Alvarado Carrillo, esposa del presidente José Joaquín Rodríguez, fue la encargada de la elaboración de uno de aquellos. El periódico hace eco, a su vez, de otras crónicas de diarios de la época, que narran el terrible accidente de aquel día.
La mañana del jueves 5 de junio de 1890 era calurosa, pero los anchos higuerones prodigaban suficiente sombra y frescura al entorno del parque. Desde el alba, gran cantidad de carretas de familias forasteras empezaron a rodear el parque y la Catedral. La ceremonia, en el interior de la iglesia, inició a las 9 de la mañana, con el obispo, monseñor Bernardo Augusto Thiel, a la cabeza, acompañado de importantes clérigos. La procesión empezó casi una hora después, con repique de campanas, música marcial, y muchas libras de pólvora. En cada altar se detenía la procesión, para entonar un himno y oraciones. El primero de los altares se encontraba en la esquina noreste del parque, frente al Cuartel. Continuó la procesión hacia el segundo altar, en la esquina noroeste, y avanzó por la calle 2 (conocida entonces como del General Fernández), pasando frente al estudio del fotógrafo estadounidense H.N. Rudd. Una horda de niños y muchachos, sin que la policía lo impidiera, se subió a la parte alta de la verja, en esa zona oeste, por el lado interno, apoyando sus pies en los barandales, y sujetándose de las puntas de la verja. Cuando la procesión estaba por llegar al tercer altar (frente al local de la Botica Francesa), justo en ese instante, por el peso desmedido de las personas subidas a la verja, esta perdió el plomo, se bamboleó y empezó a caer como un dominó, desde la pega del portón suroeste, en dirección norte. Más de cincuenta metros de verja cayeron con estrépito sobre las personas y las lajas de piedra de la acera. Como si se tratara de un hechizo, aquellas erguidas puntas de hierro, siempre vistas como adorno inofensivo, se convirtieron, de pronto, en lanzas reales, que romperían huesos y cobrarían vidas.
A pesar de los gritos desgarradores, la procesión no se detuvo, y continuó hasta el cuarto altar (esquina sureste) para, finalmente, regresar a la Catedral. Es posible que la magnitud de la tragedia no fuera evidente para todos por igual, pero al pasar de los minutos, cuando acabó la ceremonia, se constataron sus verdaderos estragos. La crónica de la Nueva Prensa indica que solo los presbíteros Hidalgo y Calderón se separaron del desfile para prestar auxilios de fe a los moribundos, y ayudar a los heridos. Esto fue motivo para que el Clero recibiera fuertes críticas, recogidas en varios periódicos, en especial de La Prensa Libre.
Hubo también una protesta fuerte contra el comandante del Cuartel de Policía, don Juan Francisco Montealegre, por la ineficacia de sus subalternos, antes y después de la catástrofe, pues en años anteriores sí habían controlado a las personas; pero esta vez, evidentemente, fallaron.
Un grupo de voluntarios acudieron en ayuda de los heridos que yacían bajo el peso de la verja. Entre los más destacados colaboradores figuraban don José Antonio Lara y don Jaime Bennett. Por su parte, el Obrero (Órgano de la Sociedad de Artes y Oficios) del 10 de junio de 1890, destaca la participación del fotógrafo H.N. Rudd, que aunque su mayor deseo habría sido registrar aquella tragedia con su lente virtuoso, en su lugar se arrolló las mangas para salvar vidas. Es fácil imaginar un contingente enorme de personas levantando los pesadísimos trozos de verja para apuntalarlos con troncos y piedras, mientras se trataba de sacar a los heridos y moribundos. Médicos que acudieron a prestar sus auxilios fueron Carlos Durán, Pánfilo J. Valverde, Ulloa, Morales, Calnek, Rucavado, Toledo, Rojas y Echeverría.
Los diarios indican que hubo tres muertos, aunque solo brindan el nombre de uno: doña Juliana Porras de Oviedo, quien falleció el día 7 de junio en el Hospital San Juan de Dios, y ofrecen una lista de más de 50 heridos, 6 de ellos de mucha gravedad, internados en dicho hospital.
La verja y los portones
Con una altura superior a los dos metros, la verja se componía de numerosos módulos, divididos por soportes laterales, a manera de contrafuertes, para que no se doblara a los lados. Cada módulo estaba constituido por 18 barrotes que alternaban el remate: uno en punta de lanza, seguido por otro, ligeramente más alto, formado por haces de 3 hojas palmeadas. Cada seis módulos, a su vez, la verja disponía de un farol de canfín que adoptaba la forma de una columna.
En cada esquina del parque, la verja se unía con un magnífico portón, cuyos batientes estaban sujetos a dos pilastras rematadas por farolas de tipo imperial. Cada hoja o batiente del portón medía 1.20 metros de ancho por casi tres metros de alto, y estaba formado por un tercio inferior de 3 cuadrángulos con elementos decorativos vegetales, y los dos tercios superiores con 3 arcos yuxtapuestos, al interior de los cuales, se ubicaban elementos foliares decorados en candelieri. Un detalle especial de los portones es que ambos poseían una coronilla o remate. La del izquierdo culminaba en un óvalo, en cuyo centro destacaba la figura del escudo de Costa Rica, que se apreciaba perfectamente al cerrarse el portón en su totalidad. De día o de noche, la verja constituía un espectáculo sin igual, que no dejaba a nadie indiferente. En el mundo se conservan pocas verjas y portones como los que hubo en nuestro parque central. En Inglaterra, por ejemplo, destacan los trabajos de Kensington Gardens de Londres y los de Warrington Town Hall, en Warrington, Cheshire. Ambas obras de Coalbrookdale and Co. En Perú, de similar categoría, destaca la impresionante verja de la Alameda de los Descalzos, en Lima. Conocer la paternidad de nuestra verja es todavía una misión inacabada. Sin embargo, por el encargo conjunto de obras que hizo el Ing. Ángel Miguel Velázquez a Coalbrookdale & Co en el año 1867, así como por la estética similar a otras obras de este fabricante, reforzada por los patrones disponibles en los catálogos originales, nos inclinamos a pensar que la famosa verja fue fundida en los altos hornos de Coalbrookdale, en Shropshire, Inglaterra, considerada esta pequeñísima villa como una de las cunas de la Revolución Industrial.
El final
La verja fue un lujo para San José, pero con el tiempo pasó a ser casi un estorbo. El proceso de pavimentación, que a la vez implicaba el ensanche de las calles aledañas al parque, fue la excusa perfecta para quitarla. Aunque sus primeros detractores aparecieron en la década de 1910, fue gracias a sus muchos defensores que se mantuvo en pie hasta el 18 de febrero de 1930, cuando se inició su desmantelamiento.
Se hicieron numerosas propuestas para trasladarla a otro sitio, como la estación del ferrocarril al Pacífico, el jardín zoológico en la Sabana, la Plaza Carrillo ---frente a la iglesia de La Merced— y hasta el parque central de Alajuela. Sin embargo, la indecisión o la desidia pudieron más, y la hermosa verja se guardó en los talleres de Obras Públicas, y con el tiempo, fue repartida en partes, en escuelas y otros edificios.
Actualmente, existen pequeñas secciones de ella en la escuela de San Pedro de Poás, y en la gruta de Lourdes, en Zarcero. Estos poquitos trozos nos sirven para entender la magnitud y calidad de sus hierros románticos, excesivos y elegantes, que por años decoraron el paraje más hermoso de San José, y que un día enlutaron también a su población.
El autor es filólogo, ensayista e investigador de temas históricos.