Las celebraciones de Semana Santa en la ciudad capital y sus alrededores, hacia fines del siglo XIX, no solo se encuentran permeadas de prácticas de solemnidad y recogimiento por parte de su población, producto de una larga herencia colonial del culto católico, sino que son testimonio de la transformación de un país que se encuentra en los umbrales de una economía que se internacionaliza gracias a la incursión de una dinámica actividad de naturaleza agroexportadora.
Sectores sociales vinculados con el rubro del comercio exterior y con la dirección de aparato estatal materializaron un proyecto de larga data, como fue el establecimiento de una línea férrea que comunicara, de forma directa, San José con la cada vez más importante ciudad de Limón. Si bien es cierto el ferrocarril fue un elemento sustantivo para impulsar el crecimiento material que tanto anhelaban los liberales en el poder, también tuvo como efecto paralelo el conocimiento de nuevas regiones del país para quienes habitaban las zonas urbanas del centro.
La ruta del ferrocarril ensanchó los límites del valle central al poner a disposición de la población los ricos paisajes que daban acceso a la ribera caribeña. En este particular la ciudad portuaria de Limón adquirió un renovado interés como destino de esparcimiento; oportunidad para romper con la cotidianeidad del paisaje capitalino y opción de descanso.
Los días ceremoniales de Semana Santa se convirtieron en una novedosa alternativa para viajar al Caribe, por parte de aquellas personas que podían financiar su estadía en el atractivo puerto. La prensa escrita, por medio de comentarios editoriales, anuncios y avisos comerciales, patentiza una realidad desconocida hasta ese momento.
Trenes con horario especial
F. W. Bornemann, regente del ferrocarril, anunciaba en el diario El Heraldo (29/03/1893), que para la Semana Santa se pondrían a disposición del público “trenes de excursión” entre San José y Limón, a precios reducidos. Desde la capital y saliendo a las 7 a. m. se cobraban 12 pesos por el billete en primera clase y 9 pesos en segunda, costos que resultaban prohibitivos para la mayor parte de la población costarricense. Los niños y niñas pagaban 6 y 4.50 pesos, según fuese su ubicación. Desde Cartago el costo se reducía un tanto, cobrando 10.50 pesos en primera clase y 8 pesos en segunda.
La administración ferroviaria promovía para el Viernes Santo una excursión desde Limón a la desembocadura del río Matina en el Mar Caribe. De acuerdo con el itinerario propuesto, el viaje de un día, previsto para salir por la mañana y regresar al atardecer, trasladaría a los viajeros por tren hasta conectarlos con un vapor de la Compañía Bananera de Matina, con la cual guardaban intereses comerciales afines. En el vapor y lanchas de la compañía se llevaría a cabo un recorrido hasta donde el río Matina fuera navegable, aprovechando sus apacibles aguas y verdor abundante.
A pesar que la empresa ferroviaria comunicó por medio de la prensa escrita que el Viernes Santo no habría trenes entre la capital y Limón, sí habilitó la ruta de Limón al río Matina, con fines turísticos exclusivos. El costo final de este paquete, que incluía los billetes del tren ida y vuelta y el uso del vapor dentro del río, llegaba a 2.50 pesos para las personas adultas y 2 pesos para infantes. Sin duda, prácticas turísticas como éstas constituían un claro y restringido privilegio de unos cuantos.
Otro rubro por considerar en un viaje al Caribe era el tema del hospedaje, asunto en el que las fuentes escritas ofrecían un panorama muy claro.
Hoteles en Limón
“No hay horas señaladas para comer: se sirve a toda hora. Hielo abundante”. Con esta reseña el Hotel Habana promovía sus servicios a la clientela por medio de Diario del Comercio (01/05/1892), destacando además su excelente ubicación frente a la línea férrea, algo que lo posicionaba como una gran opción por considerar.
Otros hoteles se promocionaban “como el punto más fresco del puerto”; o bien, “como el lugar más apropiado para familias y pasajeros, frente al mar”, subrayando las impresionantes vistas que se percibían desde los balcones y el interior de las habitaciones.
La disposición de hielo para atenuar el calor de la costa se brindaba como un atractivo de primer orden, así como la entrega de cuartos limpios, amplios y frescos, próximos a la zona de playa. Esto que hoy constituye un elemento determinante en el momento de seleccionar un hotel en zonas de gran afluencia turística, ya era un asunto primordial a fines del siglo XIX.
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Otras casas de hospedaje no dudaban en reconocer la jerarquía de la buena cuchara para complacencia de las personas visitantes: “El Gran Hotel de Limón de los señores Colombo y Gallo hace preparativos suntuosos para recibir dignamente a los turistas de este año. Sabemos que Colombo y Gallo han hecho venir un magnífico cocinero francés, que hace prodigios en el arte culinario. A Limón pues, y no olvidarse del Gran Hotel” (El Heraldo (23/03/1893). En este punto, la reproducción de patrones europeos en materia de alimentación era algo que no se podía tomar a la ligera. La gastronomía francesa constituía un modelo por seguir y garantizar un servicio de calidad en esa dirección, brindaba prestigio al establecimiento.
En otros hoteles del puerto, también es posible encontrar servicios de cocina española, con platillos reconocidos y salones con mesas privadas para señoras, de tal forma que la clientela pudiera sentirse confortable. Sobra decir que disponer de los mejores vinos y licores foráneos era un asunto al que se le prestaba la importancia debida.
Sin duda alguna, el establecimiento de una conexión directa del ferrocarril entre la ciudad portuaria y la capital costarricense, trajo como beneficio la diversificación de oferta hotelera en el Caribe. La presencia de barcos de gran tonelaje con mercaderías del extranjero brindó no soló dinámica comercial a la zona, sino que trajo consigo demanda de servicios de hotelería de calidad.
Limón proporcionó para los días de Semana Santa descanso para sus visitantes, caminatas en la playa, comida internacional, mariscos frescos y visitas guiadas al río Matina. Sin embargo, la gran novedad de la década de 1890 lo representaron las excursiones al primer punto del territorio costarricense, el mismo donde arribó Cristóbal Colón en su cuarto viaje a América, el 25 de septiembre de 1502.
Excursiones a la Uvita
Con este título o bien, con el de Excursiones a Limón, la prensa escrita se encargaba de promocionar la visita a la costa caribeña para los denominados días santos. La Isla Quiribrí, más conocida por su nombre popular de Isla Uvita, es una pequeña superficie ubicada a 1.4 kilómetros del puerto de la ciudad de Limón, que fue objeto de explotación turística por parte de pequeños empresarios locales, probablemente más cercanos a actividades de emprendimiento. La proximidad de la costa, sumado a su condición insular, provocó que Uvita generara expectativas como destino de aventura.
“El mejor bote que corre entre Limón y la Uvita se pondrá a disposición de los excursionistas durante la Semana Santa por el módico precio de un peso cincuenta centavos por persona, ida y vuelta”. Este aviso comercial, publicado en los días previos a la Semana Santa (El Heraldo, 28/03/1893), destaca por la connotación diferente que se le otorga a dicha festividad litúrgica, lejos de procesiones, imaginería religiosa y recogimiento espiritual. Un selecto sector de población urbana del centro del país, con capacidad adquisitiva, fue desarrollando la práctica progresiva de celebrar los días santos en un entorno más exótico y sugestivo.
En otro anuncio periodístico, el empresario Jaime Boix ponía a disposición “un hermoso bote que correrá desde las 7 a. m. hasta las 10 p. m. entre Limón y la Uvita. El bote está lujosamente adornado y es, sin disputa, el más seguro y elegante de los que harán viajes a la Uvita, en los días de Semana Santa”. Este aviso ofrece evidencia significativa de que los viajes a esta isla no era un asunto particular o bien ocasional. Todo lo contrario, en esta actividad participaban diversos individuos propietarios de botes y lanchas, compitiendo entre sí por captar clientes con pretensiones de vivencias exuberantes.
Limón, que a partir de la década de 1890 se convierte en el puerto de mayor actividad comercial del país, dada su estratégica ubicación, fue transformándose de forma simultánea en una región atractiva como ruta de esparcimiento. En ese sentido, comenzó a disputar espacios a otros destinos que décadas atrás ocupaban un rol protagónico, como Cartago con sus aguas termales, visitas al Volcán Irazú y clima benévolo para la recuperación de salud o bien, Puntarenas, con sus hermosas playas, a las cuales era posible acceder en carretas, volantas, cabalgando a caballo e, inclusive, caminando.
La confluencia de factores como el arribo del ferrocarril a la capital, la modernización de la ciudad de Limón y la acumulación de riqueza en ciertos sectores de la población gracias a la actividad comercial, son elementos que permiten entender la introducción de nuevas prácticas de esparcimiento y diversión que proliferan con la llegada de la Semana Santa, como fue el traslado de familias a la zona caribeña en los vagones de trenes que se desplazaban al ritmo del “progreso liberal”, de fines del siglo XIX.
El autor es Coordinador del Programa de Humanidades en la UNED y Profesor Asociado de la Escuela de Estudios Generales en la UCR.