Hijo de Juan Roig y de María Cors, Jacinto Roig Cors nació en Sarriá, distrito de la ciudad de Barcelona, en febrero de 1850. En la Ciudad Condal hizo su educación y allí, también, se casó con Isabel Morella Piera, en julio de 1872. En Barcelona, además, ejerció el comercio para el que se había preparado.
De ahí se embarcó hacia Cuba, para luego arribar a las costas de Puerto Limón en mayo de 1884 y, unos días después a esta ciudad, donde fue acogido con muestras de aprecio por sus compatriotas.
Como anotara el diario La Nueva Prensa en la necrológica que le dedicó en julio de 1929: “Muy pronto se identificó con nuestros medios de vida, se dedicó con empeño al trabajo, como contratista y comerciante, fue propietario de magníficos (…) negocios comerciales y recaudó con economía y esfuerzo un modesto capital”. De hecho, era dueño de “La Geisha”, una de las mejores cantinas capitalinas de la época, cuando obtuvo una buena suma de dinero al ganar el premio mayor de la Lotería del Asilo Chapuí –hoy Lotería Nacional–.
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El Teatro América, en la esquina noreste de avenida Central y calle 7, hacia 1920. Fotografía de Manuel Gómez Miralles. (Andrés Fernández para LN.)
Suerte sin acierto
Con ese dinero, más sus ahorros arduamente acumulados, pensó Roig aprovechar una crisis por la que atravesaba el teatro Variedades, para incursionar él también en el negocio teatral, al alza en la década de 1910.
Así, adquirió el lote esquinero al noreste del cruce de avenida Central y calle 7 –donde está el Hotel Balmoral– para iniciar las obras del futuro Teatro Roig.
Más ¡ay!, calculó mal el empresario la envergadura del proyecto, y su coliseo tuvo que empezar a funcionar sin estar terminado, en setiembre de 1914. Eso sí, lo hizo a toda máquina con “precios económicos”, “grandes funciones cinematográficas”, “función diaria, excepto lunes”, “matiné los domingos y días festivos”, “sistema americano de permanencia voluntaria” … y, por último: a “precios de crisis aguda”.
A la sazón, se presentaba en el Teatro Nacional, al frente de su “Compañía de Operetas Vienesas”, la diva mexicana Esperanza Iris (1884-1962), conocida como la “Emperatriz de la Gracia y Reina de la Opereta”, cuando el diario La República anunció que: “Hemos tenido noticia de que la eminente artista (…) está gestionando la compra del Teatro Roig, que una vez concluido será uno de los más bellos y amplios de la capital. Los detalles que actualmente se estudian son la suma que la señora Iris ofrece y la que el propietario (…) pide, entre las cuales hay una diferencia no muy notable (…).
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“Confiamos en que las pequeñas diferencias se allanarán y que el hoy Teatro Roig, podrá dentro de poco ser el Teatro Esperanza Iris”.
Ahora, gracias a los investigadores mexicanos Sergio López y Julieta Rivas, sabemos que lo ofrecido por ella fue la entonces nada despreciable suma de $30.000 (Esperanza Iris. La tiple de hierro).
Tratándose de esa cifra, se infiere que no ha de haber sido tan mínima la diferencia entre oferta y demanda por el inmueble; lo mismo que los apuros del propietario. Fallida, pues, la transacción, tuvo entonces Roig que entregar su teatro, por deudas, al norteamericano Arthur Wolf Boni.
Empresario maderero y constructor, Wolf había establecido aquí, en 1906, la National Lumber Company, empresa responsable de las obras del teatro, y con ella se tomó el resto del año para terminarlo. Por esa razón, todo indica que entre diciembre de 1914 y mediados de febrero de 1915, no hubo funciones en el Roig.
Cambiando de manos
Cuando volvió a la palestra urbana, tenía ya la modesta apariencia ecléctica que le conocemos por las viejas fotografías que de San José disponemos; aunque de su interior solo sabemos que era “amplio y cómodo” –como anotara el cronista teatral Fernando Borges–, pues poseía capacidad para unos 1.350 espectadores, y que era, “sin duda, el que reúne mejores condiciones después del Nacional”.
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Anuncios del teatro mostrando sus distintos nombres, aparecidos en el diario 'La Información', de arriba abajo: el 3 de noviembre de 1914, el 16 de enero de 1916 y el 25 de marzo de 1916. (Andrés Fernández para LN.)
Ignoramos, además, quién lo diseñó, pero si por esa misma época el teatro Moderno (1913), el nuevo teatro Variedades (1917) y el teatro Apolo de Cartago (1917), fueron obra del versátil arquitecto catalán Luis Llach Llagostera (1883-1955); todo apunta a él como su artífice.
Para efecto de esta crónica, lo cierto es que, a partir de mediados de febrero de 1915, el teatro empezó a operarlo el señor Rafael Delcore, cuya empresa teatral “Delcore Company” manejaba ya el teatro Moderno. Además, la empresa era distribuidora de películas; por lo que aparte de las variedades usuales, el Roig proyectaba cintas a precios módicos también.
Así, fue ese empresario el que, para inaugurar en forma el teatro, trajo a la compañía italiana de ópera Cleo Vicini, troupe que hizo su debut el 17 de abril de 1915; tras lo cual permaneció aquí cerca de un mes. Como representante suyo, fue que vino al país Mario Urbini Casali (1885-1963), futuro e importante empresario teatral él mismo, como veremos.
En julio del mismo año, Delcore se convirtió en representante local de la Empresa Cinemas Teatros Limitada de Lima, Perú; lo que aumentó su capacidad como distribuidor cinematográfico, además de reforzar la actividad de los teatros a su cargo, claro está.
Empero, solo unos días después, anunciaba el señor Wolf su intención de negociar el teatro Roig con la empresa del Variedades, fuera por asociación, venta o arrendamiento; pero se impuso la segunda opción por poco más de sesenta mil colones. Fue cuando estalló la litis pendiente sobre aquel inmueble.
Horas antes de que Wolf lo traspasara, otro importante acreedor que tenía Jacinto Roig, presentó un embargo contra la misma propiedad, dejando en suspenso su venta. Por esa razón, el juez del caso nombró depositario del teatro a su arrendatario, y Roig se declaró en quiebra para que sus asuntos se arreglaran por la vía judicial.
Cambiando de nombre
Por fin, puesto a remate en noviembre de 1916, la empresa del Variedades obtuvo el teatro por la suma de ¢50.000. Sin embargo desconocemos por qué, en enero de 1916 este funcionó con el nombre de teatro Alhambra, ya que para febrero era parte de aquella empresa y ya se llamaba América.
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Ruinas dejadas por el Teatro América, tras el incendio del 12 de febrero de 1953. Fotografía de autor no determinado. (Andrés Fernández para LN.)
Por su parte, en 1917, Mario Urbini, quien representaba aquí a la empresa cinematográfica colombiana Di Doménico, formó junto al empresario Felipe J. Alvarado, la Empresa Teatral Urbini S. A. que pronto se hizo cargo de los teatros Variedades, América y Moderno. Fue a partir de entonces que el América despegó de veras, para entrar en la memoria social josefina.
Según el cronista Joaquín Vargas Coto: “Sirvió, para lo que los teatros sirven además de los espectáculos de entretenimiento para los que fueron creados. Desde su escenario se dijeron discursos, se dictaron conferencias, se regaron semillas de ideas y de ideales; manifestaciones políticas, recitales, veladas de arte y actos escolares, tuvieron lugar bajo su bóveda. (…)
“Su actualidad coruscante fue en los días del teatro lírico, cuando la zarzuela y la opereta arrebataban a nuestros públicos, o nos visitaban tonadilleras y bailarinas famosas. (…) De entonces a nuestros días ha habido claros y oscuros. Noches en que rebosaban de espectadores palcos, lunetas y galerías, y otras en que acudía a los labios la consabida frase: ¡aquí asustan!” (El incendio del teatro América).
Al inicio de la década de 1950, el América se dedicaba ya casi exclusivamente al cine, mientras que su vieja apariencia era sustituida por las líneas rectas de la arquitectura moderna de “estilo internacional”, aunque más por fuera que por dentro. Entonces, el jueves 12 de febrero de 1953, vino el desastre… y su histórico fin.
Era de mañana cuando las llamas empezaron en los alrededores del teatro, para poco después convertirse en un gran incendio que destruyó siete edificaciones más. Su mayor dramatismo se alcanzó cuando la fachada del América se derrumbó, trayéndose consigo al suelo la marquesina luminosa.
El trágico espectáculo fue contemplado por un público perplejo e impotente al que se sumó el mismo presidente de la República, y que en aquel momento pareció a la medida del coliseo que caía, tras cuatro décadas de vida, para abandonar así el escenario urbano capitalino.