El ministro de Hacienda y la presidenta de la República ignoran un rosario de disposiciones legales en el proyecto de presupuesto presentado a la Asamblea Legislativa para el año entrante. Sin miramientos, dan la espalda a mandatos establecidos por el Congreso en uso de sus potestades constitucionales. Es preciso agradecérselo.
El ministro y la presidenta serían totalmente irresponsables si pretendieran cumplir la ley. El presupuesto excluye gastos por ¢280.000 millones, todos previstos y ordenados por las leyes vigentes. Aun así, implica un déficit financiero del 6,25% del Producto Interno Bruto. La brecha entre ingresos y egresos ya es preocupante, sin pensar siquiera en el efecto adicional de los gastos excluidos.
Si el Gobierno intentara, además, cumplir la exigencia constitucional de trasladar a las municipalidades el 10% del presupuesto, la bancarrota estaría asegurada. El cumplimiento de la ley exigiría el cierre de todas las instituciones cuyo financiamiento no haya sido fijado por ley, es decir, la mayor parte del Gobierno central.
El ministro y la presidenta no temen a las consecuencias legales de su incumplimiento. Nadie está obligado a lo imposible y la Constitución también les exige, contradictoriamente, mantener el equilibrio y sanidad de las finanzas públicas. Ningún Gobierno de los últimos tiempos se ha dado el lujo de cumplir la pléyade de mandatos legislativos y ningún plan tributario imaginable generará los recursos necesarios para lograrlo.
En materia presupuestaria, Costa Rica encalló en el absurdo. La Asamblea Legislativa hace como que legisla, el Poder Ejecutivo hace como que cumple y los propios diputados mantienen la ficción con su voto favorable, año tras año, a proyectos de presupuesto diseñados con olvido de los mandatos legislativos. La Corte Suprema de Justicia, si es exigida, hará como que vigila el cumplimiento de las leyes, pero encontrará justificadas razones para no sancionar su inobservancia.
La raíz del problema está en el divorcio entre las decisiones políticas y la responsabilidad fiscal, la demagogia y la perenne tentación a ceder a las demandas de diversos grupos de presión, casi todos armados de propuestas defendibles y hasta encomiables, si fuera posible financiarlas.
A fin de cuentas, el producto de tanto absurdo es la frustración creada por las expectativas insatisfechas. También, la judicialización de la política cuando los afectados, con la ley bajo el brazo, acuden a los tribunales para exigir cuanto se les concedió en el papel. La majestad de la ley se pone en entredicho y el Estado pasa a ser su principal infractor.
Los destinos específicos asignados por ley a los ingresos del Estado incrementan la rigidez de un presupuesto de por sí inflexible, en buena parte por la existencia de pagos inevitables, como el servicio de la deuda pública y las pensiones con cargo al plan nacional de gastos.
En consecuencia, el margen de maniobra del Poder Ejecutivo se cierra y el diseño del presupuesto se convierte en escogencia de las normas a incumplir. A pesar de eso, la Asamblea Legislativa insiste en crear nuevos derechos y ampliar los existentes. La Presidencia de la República, con pocas excepciones, carece del espacio político para vetar proyectos generalmente empedrados de buenas intenciones, como las calles del infierno.
Es hora de emprender una revisión de las asignaciones de recursos para fines específicos, identificar las absolutamente indispensables para garantizar determinados objetivos sociales de amplio alcance, eliminar las demás y hacer votos por gestiones legislativas más responsables. La práctica de violar la ley por imposibilidad de acatarla debe cesar en beneficio, en primer lugar, de la majestad de la ley misma.