«He participado en todas las elecciones, desde1958, y nunca he perdido ni la confianza en el proceso ni la satisfacción de participar», me cuenta don Benony, un lector con quien tengo la alegría de dialogar, por correo electrónico, de cuando en cuando.
También he votado siempre y lo haré en la segunda ronda. Para mí, hacerlo es un gusto, como para don Benony, y no hacerlo es faltar a mi deber ético de contribuir a fortalecer esta envidiable y ejemplar tradición democrática que tenemos, ejerciendo el acto más contundente: el voto.
Además, mi voto será válido. Tengo otra razón para no hacerlo ni nulo ni blanco: esta es una segunda vuelta que, de alguna forma, decide nuestro futuro en cuanto al estilo de liderazgo gubernamental que queremos y la imagen del país que el mundo tendrá.
Quienes me honran con su lectura saben que, en general, pongo a discusión la crítica de varios aspectos de nuestra cultura y de nuestra forma de ser, pero hay algo de lo que siempre estoy orgullosa: nuestro sistema de hacer gobierno, aunque, igual que a ustedes, no me guste en muchas ocasiones lo que hacen aquellas personas a las que les pagamos para que administren y ejecuten.
Prefiero nuestra tradicional costumbre de gobernar, dado que incluye la obligación de respetar la división de poderes de la República, cada uno de ellos separados e independientes entre sí. El poder ejecutivo: a quien elegiremos en la segunda ronda; el poder legislativo: nuestra Asamblea Legislativa; el poder judicial: la Corte Suprema de Justicia y los tribunales; y el poder electoral: en manos del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), pero encarnado en ustedes y en mí.
Tradición que también implica la autonomía y libertad de cada persona que habitamos Costa Rica y de la prensa y para poder monitorear, criticar y exigir cuentas a las autoridades públicas.
Nuestro modo ve con buenos ojos que quien nos gobierne tenga la capacidad intelectual y emocional para establecer diálogos y negociaciones que favorezcan al país, al tiempo que pueda sobrellevar, con ecuanimidad y humildad, el hecho de que será sujeto de una vigilancia minuciosa, como parte del contrato que firma cuando le elegimos.
No se equivoquen, no es que sea una alma ingenua o incondicional a ningún partido ni candidato, es que soy una mujer pragmática y amante de la libertad.
Enojo y razón
Sí, sé que gran parte de nuestra población está muy enojada y con razón: ven cómo solo un grupo de gente tiene un buen trabajo o cargo; salario abundante y estable; ganancias adicionales, muchas veces abusivas. Ve cómo alguna de esa gente nunca rinde cuentas, no sale de su burbuja laboral, y, por eso mismo, no conoce al país del que habla y para el que dice trabajar.
Hay mucha rabia con las argollas y eso nos vuelve vulnerables y víctimas fáciles para creerle a cualquiera, con solo que no sea «de los mismos». ¡Cómo si ser un desconocido y no tener una larga experiencia y conocimiento en la función pública capacitara para ser presidente!
¡Cómo si el hecho de haber sufrido tantas decepciones significara que debemos depositar nuestra confianza y la enorme responsabilidad de gobernar en alguien que dice que puede, solo porque lo dice, sin más!
Que la clase política nos tenga, una sesión de la Asamblea Legislativa sí y otra también, con cara de: “¡No es posible que esos diputados están diciendo o haciendo tal cosa!”; que nos llene de decepción y cólera la decisión de tal ministra o del presidente; que la desigualdad cada vez sea mayor y tenga a tanta gente viviendo sin dinero, sin trabajo, sin orgullo y con tristeza, no significa que la forma de gobierno respetuoso y mesurado deba ser destruida.
Elijo nuestro modo ya que estoy convencida de que la mayoría de quienes ocupan cargos en nuestras instituciones son personas buenas, honestas, capaces y trabajadoras que aman el país. Y de que todos y cada uno de los medios de comunicación contribuyen a fortalecer nuestra democracia, aunque a veces me disgusten sus fotos, sus noticas o su línea editorial. Porque prefiero un presidente que peque de paciente y conciliador que de autoritario. Confío en que, pese a la corrupción, el oportunismo de cierta clase política y a los que se dedican a destruir sin contribuir nada, seremos capaces como país de mantenernos en pie y progresar.
Prefiero el estilo costarricense, pues sé lo que cualquiera sabe con la cabeza fría: que nuestros problemas como país no son fáciles de resolver dado que tienen un origen que va más allá de los últimos gobiernos, es responsabilidad de muchísima gente, están relacionados unos con otros como un alambre de púas, su rumbo depende de numerosas voluntades, políticas y acciones nacionales e internacionales, y la realidad material de nuestra crisis económica se impone.
Por eso mismo, en el fondo de nuestras mentes sabemos que no hay una persona, ni una sola en todo el mundo, incluyendo a los dos candidatos, capaz de resolverlos mágicamente. Entendemos que nuestra situación es grave por lo que no tenemos más remedio que ser realistas en el camino a seguir, que será lento.
En ese sentido, votar es, además, hacer un duelo de nuestros deseos infantiles que nos aferran a las falsas salidas fáciles y rápidas, las que tienen como protagonista a un justiciero salido de la nada, a un Robin Hood.
Deseo que este domingo 3 de abril nadie use el voto como si fuera una escupa para desquitarse, castigar o encumbrar a quien prometa vanamente arreglar las cosas como Grayskull, gritando: «¡Yo tengo el poder!».
La autora es catedrática de la UCR.