MADRID– En el eterno debate sobre la importancia del liderazgo y la personalidad en las relaciones internacionales, las turbulencias de los últimos cuatro años han inclinado la balanza claramente hacia un lado.
A estas alturas, ya no puede caber la menor duda: mucho depende de las manos que sostienen el timón y, en particular, de las que manejan el navío estadounidense.
El profesor de Harvard Joseph S. Nye argumenta convincentemente que, al contrario de lo que defienden los analistas más escépticos, la política exterior no es ajena a las consideraciones morales.
Podemos afirmar con rotundidad, pues, que la elección de Joe Biden presidente de Estados Unidos representa una excelente noticia para el mundo.
Los propios estadounidenses serán, por supuesto, los beneficiarios directos de este giro. Sirviéndose de su talante cercano y dialogante, Biden ha dedicado su larga trayectoria política a la imprescindible labor de forjar consensos entre demócratas y republicanos.
Su flexibilidad no siempre es bienvenida en los círculos más progresistas y su carrera no está exenta de resbalones. Sin embargo, es precisamente esta flexibilidad la que le permite reponerse y adaptarse a los tiempos.
La mejor muestra de ello es su acertada apuesta por Kamala Harris como acompañante en el ticket presidencial, pese a que ambos protagonizaron algún sonado encontronazo durante las primarias demócratas.
Desde la vicepresidencia, Harris se erigirá en un magnífico activo para la administración Biden de cara a tender puentes con las nuevas generaciones.
Mientras tanto, la reputación centrista del futuro presidente puede ayudar a articular de manera digerible las profundas reformas estructurales que requiere el país.
No olvidemos que otro centrista, el presidente Lyndon B. Johnson, impulsó en los años 60 una de las agendas sociales más ambiciosas de la historia de Estados Unidos.
El inconveniente para Biden es que, a diferencia de Johnson, deberá gestionar una oposición muy numerosa en el Congreso.
Se antoja complicado que los demócratas terminen haciéndose con el Senado en enero, y en la Cámara de Representantes han mantenido una mayoría muy exigua.
A estas dificultades se añade que, a medida que ambos partidos se han compactado ideológicamente en las últimas décadas, la brecha entre ellos creció.
Una encuesta reciente de The Economist y YouGov revela que las percepciones sociales sobre el resultado electoral están muy condicionadas por las preferencias partidistas.
En conjunto, un 57 % considera que Biden ganó la elección legítimamente, pero solo el 16 % de quienes se identifican como republicanos.
Las trabas que deberá sortear la administración entrante serán menos significativas en el terreno internacional, donde los presidentes estadounidenses tienen un mayor margen de maniobra.
Justamente en ese terreno Biden se ha labrado gran parte de su carrera, tanto en el Senado como durante sus ocho años de vicepresidente al lado de Barack Obama.
Frente a otros miembros del gabinete mucho más partidarios del intervencionismo y del uso de la fuerza, Biden ofreció un contrapunto de comedimiento muy valorado por el presidente.
Por ese y por otros motivos, Obama no se cansó de repetir que elegirlo su número dos fue el mayor acierto. Es más, de haber sido por Biden, Estados Unidos no hubiese intervenido en Libia en el 2011 y Obama se hubiese ahorrado lo que calificó como su peor error: sumir a dicho país en el desgobierno.
Obviamente, Biden no ha tenido un juicio infalible en materia de política exterior. En el 2002, votó a favor de la Guerra de Irak, mientras su futuro jefe la tildaba públicamente de «estúpida» e «imprudente». Sin embargo, Biden reconoció haberse equivocado y dejó claro que su administración será reacia a las aventuras unilateralistas.
El nuevo presidente volverá a situar la diplomacia en el lugar que le corresponde —reviviendo el muy maltrecho Departamento de Estado— y mostrará una decidida preferencia por los entendimientos multilaterales.
Sus primeras medidas, de hecho, serán reincorporar a Estados Unidos al Acuerdo de París sobre el cambio climático y frenar la retirada de la OMS.
También abrió la puerta para retornar al acuerdo nuclear con Irán y, en lo que respecta a la OMC, es de prever que adopte una postura mucho más constructiva que la de su predecesor.
La abdicación de responsabilidades internacionales de la administración Trump ha sido denunciada hasta la extenuación por los demócratas, de forma plenamente justificada.
Ahora bien, no es esperable —ni deseable— que el péndulo se mueva hasta el otro extremo a partir del 2021. Las encuestas indican que la ciudadanía estadounidense no tiene un excesivo apetito por que su país ejerza de líder incontestable en la resolución de problemas globales, pero sí por que se implique a conciencia en ello.
Exactamente eso reclama el resto del mundo: es evidente que Estados Unidos es una «nación indispensable», como a algunos les gusta llamarla, pero ni mucho menos la única.
Pese a la guerra comercial con Estados Unidos, China siguió creciendo a un ritmo superior al 6 % durante la presidencia de Donald Trump y el FMI estima que será la única gran economía que no cerrará este desastroso año en números rojos.
Las tensiones entre las dos mayores potencias van a continuar, pero el ascenso chino también, con lo que Biden deberá ingeniárselas para encontrar fórmulas de cooperación con un país al que no es factible dar la espalda.
Para ello, podrá apoyarse en la Unión Europea, que desarrolló un «enfoque dual» con respecto a China al reconocer abiertamente la existencia de discrepancias profundas, pero incidiendo a la vez en las coincidencias de intereses.
En las relaciones transatlánticas, Bruselas abogará asimismo por la templanza (aunque en una versión más cálida), y estrechará lazos con la administración Biden sin menoscabar la autonomía estratégica que la Unión Europea viene tratando de consolidar.
Uno de los lemas de campaña de Biden fue «reconstruir mejor» (build back better). El presidente electo quería enfatizar que su plan económico no consiste en devolver a Estados Unidos al año 2016, sino en abordar los retos estructurales que ya llevaban tiempo acumulándose.
Lo mismo es aplicable al ámbito internacional, donde Estados Unidos se enfrenta a la imperiosa necesidad de reinventar su papel.
Si alguien puede acometer esta tarea con éxito es un líder con empatía y mano izquierda, dos cualidades de las que Biden siempre ha hecho gala. Tras subestimarlo en demasiadas ocasiones, sus detractores deben admitir que, como mínimo, ha sabido ganarse la oportunidad.
Javier Solana: distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.
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