Las dificultades en las finanzas gubernamentales están aún lejos de haberse resuelto y, probablemente, más bien están incrementándose, a contrapelo de lo que muchos piensan y pregonan alegremente hoy.
¿No es esto paradójico, sobre todo considerando que las reformas aprobadas en el 2018 han resultado exitosas y han llevado a menores déficits presupuestarios? Paradójico, ¿puede ser? Pero los adjetivos correctos, me temo, debieran ser preocupante y desesperanzador.
La discusión pública en relación con la fiscalidad debe trascender las sumas y restas de corto plazo y considerar, con seriedad y responsabilidad, cuestiones estructurales y retos mayúsculos que requieren de reformas y políticas públicas complejas y de largo aliento que, además por sus implicaciones redistributivas, urgen de acuerdos políticos amplios para poder llegar a buen puerto.
La aritmética presupuestaria no deja dudas de la insuficiencia y la fragilidad del ajuste. Mientras los cambios impositivos de 2018 - que por el contexto político en que se diseñaron resultaban poco ambiciosos en términos de modernizar el régimen tributario y, mucho menos, de procurar tuviera un rol significativo desde la perspectiva de mejorar la distribución del ingreso - ya han rendido los frutos esperados en términos de mayor recaudación, la contención del gasto, lejos de llevar a reformas que mejoren la eficacia de las intervenciones públicas, ha conducido - una vez más - a recortes presupuestarios que debilitan políticas públicas clave en materia de equidad, igualdad de oportunidades y desarrollo productivo.
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Al final del día, como en el pasado, el ajuste en las finanzas gubernamentales ha consistido en cerrar una brecha presupuestaria de manera torpe, miope y poco transparente (mediante recortes irreflexivos, presupuestos incompletos, gastos que se ocultan o posponen y la falsa sensación de estabilidad que provee la excesiva financiación externa); haciendo aún mayor el déficit de demandas insatisfechas y promesas incumplidas ante las ciudadanías y, por supuesto, alimentando su indignación, frustración y enojo.
Pero, aún más preocupante debiese resultar el hecho de que esta frugalidad fiscal mal entendida no sólo está hoy desmantelando políticas públicas en campos fundamentales como educación, bienestar social y lucha contra la pobreza, seguridad e infraestructura, sino que, además, junto con la miopía e incompetencia de actores políticos y grupos de interés expresada en polarización y disputas tribales, contribuye a posponer y evadir la discusión e implementación de políticas públicas efectivas que atiendan los complejos retos que nuestras sociedades enfrentan hoy y con cada vez mayor urgencia en las próximas décadas: inclusión y equidad, el cambio climático, el envejecimiento de las poblaciones y, sin duda, la erosión democrática.
En todos estos campos, sino se piensa hoy en clave colectiva y de largo plazo y, por lo tanto, en términos de políticas públicas bien diseñadas y efectivas - pues las acciones privadas e individuales sin duda resultarían insuficientes o, del todo omisas - se pone en riesgo, quizás como nunca, la promesa de libertad y bienestar sobre la que se construye nuestra convivencia democrática.