Emilio tenía una cajita cerca de su mesa de noche. Para todos era un objeto misterioso, intocable. Estaba gastada por el uso diario de tantos años. Siempre colocada en la misma posición. Todos sabíamos que adentro había apenas una muestra de todo lo que guardaba en sus miles de escondites. Sabíamos que por la mañana abría la caja y catalogaba, re catalogaba, seleccionaba y clasificaba el contenido. Luego la cerraba. Era eso, la cajita de la mesa.
Me olvidé de advertir que no esperen objetividad cuando les hablo de Emilio Chan Wong.
No se me ocurre una forma justa de retratar a un hombre bueno sin cruzar la línea de la apología. Emilio era mi papá y era fantástico. Lo digo, también, sin modestia. Era tico, pero era chino, y yo de tanto quererlo me hice china también.
Emilio murió hace un mes. Un infarto. Junto con su corazón, se paralizó el de todos nosotros. No recuerdo sentir mi pulso cuando me dieron la noticia. No sé más de esas horas; las puedo medir por abrazos profundos y miradas entrañables. Esa misma noche de la muerte, subimos al cuarto y de manera invasiva y automática abrimos la cajita. Había invitaciones a nuestras bodas, experimentos de ampliación de una foto tamaño pasaporte de mi abuela materna, dibujos indescifrables de mis hermanos, el recuerdo del novenario de la mamá de mi cuñada, objetos clasificados en un orden emotivo que no entendemos.
Y entre todo había fotos.
Casi todas eran fotos familiares. También estaban las fotos de cuando era joven. En la familia, Emilio era ampliamente reconocido por ser fotogénico. No falló ni una, en todas sonreía. No hubiera pensado que era importante sonreír en una foto sino hubiera visto la cronología de sus risas. Si alguien no lo conoció, al ver sus retratos sabe que sin lugar a dudas era un hombre feliz.
Emilio venía de una familia de inmigrantes chinos, que se había asentado en Puerto Cortés. No aprendió chino, igual que ninguno de sus hermanos. No quisieron porque cuando hablaban los otros niños en la escuela se burlaban de ellos. Era el primogénito de la familia china. Tenía desde su nacimiento, la responsabilidad de perpetuar el legado y el recuerdo de esa migración. Era, por tradición, el encargado del linaje y el refuerzo de la sangre. La sangre.
Emilio eligió ser mi papá. En mi cabeza aún lo es. El único que tengo, mejor aún, al único que elijo. Nunca me vi condicionada por la genética, incluso confieso que algunas veces juro que en el espejo me veo absolutamente china. El vínculo emocional siempre es más fuerte. Seguro su fortaleza radica en que hay decisiones de por medio. Decisiones arriesgadas; en eso Emilio fue un titán. Se casó con mi mamá en la década de los 70, una mujer encantadora, guapa y escandalosamente divorciada.
Tenía tres hijos de su matrimonio anterior a quienes hacía sentir que, más que una separación del padre, los estaba llevando de paseo por una aventura. Un viaje que terminó en la transición hacia el padre afectivo. Entre cada uno de los hijos había un promedio de año y medio de diferencia en edades. Por eso, esa decisión de Emilio por ella, se parecía más a hipotecar su felicidad. Y la hipotecó al precio que fuera. Y luego tuvo tres hijos más. Somos seis hermanos de todas las edades posibles. Todos, eso sí, muy chinos. Tan diferentes que solo nos reconocen porque somos los que sonreímos en las fotos.
En mis registros de nacimiento, el nombre que se consigna en el espacio del padre no es Emilio.
Pero quien aparece tampoco es mi papá. Es mi padre biológico, un ciudadano bueno y lejano con el que comparto ADN y el tormento para él de haber nacido en una época en la que hacerse cargo de un hijo era opcional. El abandono no era un tema en la agenda.
Estoy rodeada de padres. Es una sensación explosiva. Me conmueve. Mis amigos padres lloran por cualquier cosa. Y padecen la misma alteración cerebral que sufrimos las madres, hipnotizadas por esas pequeñas y adictivas criaturas que uno cría sin saber cómo y que inexorablemente adora. Hay que decir que la figura de la madre en nuestros países latinoamericanos, fue tan absoluta y recargada que no dejó espacio para desarrollar ese potencial de crianza dentro del padre; y en la organización social general no pareció ser un problema. Hasta generaciones después.
Al proveedor se le exigía poco más que ese estipendio. Por décadas ser un buen padre consistía en entrar a casa con liquidez suficiente, sentarse a una mesa servida e irse a la cama hasta despertarse transformado en un abuelo. Y luego otra vez, solo sentarse en la mesa servida. Que hubo excepciones, por supuesto que las hubo, pero no más que la norma. Claro que esto ha cambiado mucho, ojalá cambiara más. Emilio, por alguna razón, pasó de lejos de esa mesa servida.
Mi papá era versátil. Lavaba ropa a su estilo, transportaba niños, planeaba excursiones, regañaba como un ninja y cocinaba una gastronomía fusión irrepetible. No sé si alguna vez se cuestionó el rol, pero había sido criado para hacerse cargo desde que, cuando llegó al sexto grado, tuvo que viajar solo a San José a estudiar la secundaria. Todo lo anterior, si me lo preguntan, consta en los registros de esa cajita.
Hace mucho tiempo dejé de pensar en diferencias entre lazos sanguíneos y lazos emocionales. No sé cuándo pasó. Seguro un día en el que no vi diferencia entre un amigo y un hermano o un padre de crianza y uno biológico, si todas esas opciones estaban traspasadas por el cariño. Por una elección. Como decía un amigo: el amor nunca sucede contra nadie.
Las familias son relaciones de afecto. Los seis hijos vivíamos en una estructura imaginaria, liderada por una madre generosa y un padre que no albergaba un lujo en cosas tangibles, pero estaba dispuesto a invertir todo su dinero en algún destino al cual íbamos en caravana familiar. Tuve una infancia en la que paradójicamente no sabía qué tenía, pero a la vez tenía todo lo que importa. Emilio se encargó de dejar la mejor enseñanza: una puerta abierta.
Amplia, sin llave, sin umbral.