No tengo más remedio que verla todos los días. En realidad, la veo desde la primera vez que decidieron instalarla, ahí, al frente, tan cerquita de mí.
No sé nada de su parto, aunque me temo que no haya sido uno solo, sino, como se acostumbra en el país, dos: el real y el oficial.
Reconozco que al principio le tuve buenas vibras. ¿Cómo no alegrarse de semejante oportunidad para quienes hacen ejercicio? ¿Cómo no sentir alegría por quienes montan bicis y patinetas? Y casi como un acto ingenuo de castidad reencontrada, hasta llegué a pensar que seguramente por fin me toparía con la planificación y la eficiencia en el sector público, en este caso municipal.
Pero los días han pasado y ella, ¿cómo decirlo?, sigue ahí, como tan poquita cosa, lejos de sus primeros días cuando máquinas y un ejército de hombres rompían y abrían trocha, no la grande, la de la verguenza nacional, sino esta, pequeñita, la ciclovía, que ha terminado por instalarse en el centro de Cartago, con tantos méritos que puede considerarse como una verguencita provincial.
Porque, claro, ¿cómo es eso de que, sin previa consulta alguna, un concejo municipal o un alcalde acuerdan y ejecutan un proyecto que impacta directamente la vida y las propiedades de los vecinos? ¿Cómo es eso de que un día abrieron sus ojos y se encontraron con una obra pública al frente de sus casas?
Y el resto de preguntas inevitables: ¿Se preocupó alguien de estudiar previamente las consecuencias del trazado de la ciclovía sobre las propiedades afectadas? ¿Su valor de mercado? ¿La afectación para los propietarios de vehículos? ¿Algún estudio se realizó para medir su impacto en el flujo vehicular? Y las investigaciones para justificar su trazado ¿existieron o fue simplemente producto de un paseo en carro, cuidando intereses propios o ajenos? ¿Serán afectados los negocios de tanto pequeño comerciante que llena la vida cartaginesa? ¿Cómo serán afectados? ¿Y el impacto en los servicios públicos se contempló o se siguió el mismo criterio que con la compra del terreno del hospital: “después veremos”?
Y como a estas alturas el mejor criterio para valorar cualquier obra pública es la desconfianza, cualquier costarricense entenderá, uno termina preguntándose cosas como ¿quién controla la legalidad y ejecución de los recursos municipales comprometidos? ¿Quién vigila la firma de contratos? ¿Quién fiscaliza las partidas de gastos financiadas con recursos privados? ¿Quién le da una ojeadita a las facturitas, las pequeñas? En cualquier caso, ¿quién informa de algo?
La ciclovía ha empezado a convertirse en una especie de modelo para armar, no tanto como para no descubrir en cada una de sus piezas el contagio nacional de improvisación e ineficiencia que desde hace unos años nos carcome como nación, pero lo suficiente como para comprender, casi intuitivamente, que los aires de cambio que exige el país deben también llegar a la Vieja Metrópoli.
El poder político tradicional de la provincia es un dinosaurio completo. Dejando tras de sí no la evocación de un liderazgo histórico, sino la estela de una trayectoria mutada en mercader de recursos públicos, sin trascendencia alguna, alejado de sus raíces pero parte de los pecados capitales de la política nacional, ese poder ha construido su más reciente monumento: la ciclovía, que en verdad se yergue ahora pretendidamente como señal de progreso.
En realidad, no es más que un recordatorio de cemento a la incapacidad e improvisación. Una especie de esfinge mirando la mala suerte de los cartagos.