El 4 de noviembre de 1979 varios estudiantes iraníes tomaron la Embajada de los Estados Unidos en Teherán y 66 personas fueron mantenidas como rehenes. Ese episodio, conocido como la crisis de los rehenes, duró 444 días.
En esa época, Irán estaba bajo el régimen del ayatola Ruhollah Jomeini, quien expulsó al último sah de Irán, Mohamed Reza Pahlevi, el que deambuló por varios países hasta su muerte en 1980.
La crisis de los rehenes fue un dolor de cabeza para el entonces presidente Jimmy Carter, quien terminó por perder las elecciones contra el actor republicano Ronald Reagan, en 1981.
La crisis, que coincidió con mis estudios en la Universidad de Wisconsin hace 40 años, reveló algo que yo ignoraba: mi fisonomía se ajustaba al estereotipo de los persas iraníes.
Al principio, pensé que era la imaginación de los estadounidenses, pues siempre creí que mi aspecto era el de un criollito común. Sin embargo, los mismos migrantes persas se acercaban a mí creyéndome “paisano” y me lanzaban una retahíla en farsi, a la que yo contestaba con otra retahíla en español. Por la cara que ponían, ellos eran los más sorprendidos.
Chivo expiatorio. Durante esa agitada época de la Guerra Fría, muchos estadounidenses estaban a disgusto con los migrantes persas y los convertían en blanco de su malestar, pues los culpaban de la captura de los rehenes.
Debido a mi aspecto, varias veces fui “chivo expiatorio” y objeto de actos de discriminación bajo la sentencia de iranian go home. Más de una vez me escabullí de una lluvia de piedras lanzadas por grupúsculos a disgusto.
Poco importaba que les contestara con una palabrota en buen español; les daba igual. Las injurias y los artefactos seguían volando hacia mí.
Mi fenotipo de “persa” me persiguió por muchos años más, en particular en los puestos fronterizos en donde fui objeto de acciones bruscas y poco cordiales.
Con el tiempo, eso amainó, sobre todo después del Tratado de Maastricht, que permitió el libre tránsito entre los países europeos y los migrantes del sur de Asia fueron cada vez más comunes.
Otredad. Mirar al otro como ajeno o propio es reiterativo en los grupos humanos. Históricamente, la idea de raza no solo indica una variedad de humanos con cierta apariencia “distinta”, sino también la de aquellos que tienen una idiosincrasia o cultura diferentes.
Charles Pierre Baudelaire habló de la “raza de Abel” y de la “raza de Caín” para describir la polarización de la sociedad francesa del siglo XIX.
Karl Marx caracterizó a la clase obrera inglesa como una “raza peculiar de propietarios de bienes”. Hitler habló de la “raza aria” para referirse a un linaje “superior” de centroeuropeos blancos y José Vasconcelos exaltó a la “raza cósmica” en alusión al conjunto de todos los humanos sin distinción alguna para construir una nueva civilización.
En los linderos del siglo XXI, muchas sociedades siguen acuñando nombres para describir fenotipos distintos, la mayoría de ellos confusos, tales como blanco-europeo, hispano-latino, oriental-chino etc.
Incluso en Costa Rica, se usan aberraciones racistas que se consideran políticamente correctas, como “afrodescendiente” para describir a aquellas personas de tez negra, en su mayoría de la provincia de Limón, cuyos parientes cercanos provienen de cinco o más generaciones de nacionales de las Antillas y no de África.
Propensión al absurdo. Lo más curioso es que a nadie se le ocurra llamar “afrodescendiente” a la actriz y modelo rubia y de ojos azules Charlize Theron, la que migró a los Estados Unidos. Ella no solo nació en Benoni, a pocos kilómetros de la llamada “cuna de la humanidad”, en donde se han descubierto los fósiles más antiguos de homininos, sino que seis o más generaciones de los ancestros de esa bermeja y rubicunda rubia fueron africanos.
Así las cosas, los humanos, además de ser propensos al absurdo, también son proclives a mirar a los otros como extraños y a autosegregarse, tomando una identidad imaginada dentro de un grupo dado.
Independientemente de cómo nos miramos por dentro y por fuera, todos somos en sentido estricto afrodescendientes y pertenecemos a la misma raza. Sin embargo, eso no fue siempre así.
Hace miles de decalustros, varias especies distintas de humanos coexistieron y algunas de ellas tuvieron hijos en común; no sabemos si producto de amores prohibidos o bastardos de actos ruines de sumisión, pero ellos fueron los ancestros de 7.500 millones de Homo sapiens.
El autor es profesor emérito de la Universidad Nacional.