“Costa Rica, el país donde para realizar trámites en las instituciones públicas se hace fila sentado” es una frase del cineasta y comediante Hernán Jiménez, como ejemplo de la normalización del viacrucis en que se convirtió acudir a muchísimas instituciones del Estado para cualquier trámite.
En una era en la cual la inmediatez de las comunicaciones, la emisión de certificados digitales y la eficiencia tecnológica parecieran abrumarnos, persiste el purgatorio al que nos condenan en múltiples ocasiones como “administrados”.
Realice un ejercicio: vaya a una institución pública y haga la fila. Al llegar a la ventanilla, entre los muchos papeles en la pared o el vidrio, verá el texto, marcado con un subrayado y negrita, el artículo 316 del Código Penal: “Amenaza a un funcionario”.
La comunicación cordial debería existir tanto para el funcionario como para el “administrado”, por lo que toda manifestación de violencia deberá ser fuertemente reprochada y nunca incentivada.
Sin embargo, las palabras tienen poder, y se acude a las instituciones donde la información no está centralizada, por lo que en una ventanilla el trámite no será atendido porque solicitan otros requisitos, es decir, como “administrados” estamos en desventaja ante el aparato estatal por el mar de información separada en múltiples fuentes y aplicable para cada gestión.
Ser recibidos inmediatamente con el Código Penal suele causar cohibición e intimidar a los administrados, asegurados, abonados o afiliados.
Cabe cuestionarse por qué al Código Penal no se le añade alguno de los tantos artículos que contiene la Ley 8220 en lo referente a “protección al ciudadano del exceso de requisitos y trámites administrativos”, en especial, el artículo 10, sobre la “responsabilidad de la Administración y el funcionario”.
¿Pasamos los ciudadanos a un segundo e incluso último plano? Los empleados públicos se encuentran al servicio de la población, que con sus impuestos, cotizaciones o facturas de servicios públicos posibilitan el pago de los salarios y pluses de los “servidores públicos”.
El artículo 111 de la Ley General de la Administración Pública establece “servidor público” como equivalente de “funcionario público”. No obstante, por conversaciones cotidianas con colegas, conocidos y familiares, llegué a la conclusión de que en la vida diaria cambió el discurso interno de la Administración, donde se cree que la función pública es un “favor al administrado”.
No es un favor, sino una obligación remunerada que recae en cada uno de los empleados públicos, en razón del acto formal de investidura que nace de la Constitución Política —artículo 192, sobre la idoneidad comprobada—, por considerarlos idóneos para cada puesto que ocupan dentro de la complejísima máquina que es el Estado.
Debido a las controversias por la revelación de actuaciones irregulares y posiblemente ilegales de algunos funcionarios, se corre el riesgo de erosionar aún más la confianza del público en las instituciones y los “servidores públicos”. En particular, cuando han incurrido en desviación de poder.
Lo anterior, resulta especialmente preocupante en virtud de la falta de acción disciplinaria en las instituciones. En el mejor de los casos, quien comete una falta grave, merecedora de un procedimiento administrativo, será amonestado, pero trasladado a otra oficina o departamento.
Al contrario del mito popular, los funcionarios no son inamovibles. Existen mecanismos para sentar responsabilidades. La idoneidad para el puesto debe ser comprobada frecuentemente, lo que implica la posibilidad de perder tanto la idoneidad como el cargo.
La autora es abogada.