Un fallo de la Sala Constitucional introdujo cordura y sentido común en el debate sobre la instalación de torres para antenas de telefonía celular. En síntesis, los magistrados ordenaron a las municipalidades dejar de entorpecer la construcción de las torres y conceder los permisos sin necesidad de modificar planes reguladores ni reglamentos de zonificación.
El mundo entero convive con estructuras semejantes, que solo escasean en las regiones más empobrecidas del planeta, donde la falta de comunicaciones modernas profundiza la marginación. En Costa Rica están diseminadas por todo el territorio desde hace más de quince años, cuando el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) empezó a brindar el servicio de telefonía celular. Apenas se hablaba de ellas, como no fuera para lamentar su ausencia en regiones castigadas por la mala cobertura.
La preocupación por supuestos efectos nocivos para la salud cobró fuerza con la apertura del mercado y los primeros permisos de instalación solicitados por los nuevos competidores. Quien observe el proceso diría que las torres del ICE están libres de toda sospecha y no implican riesgo alguno para la salud, pero las de los operadores privados conllevan graves peligros, no obstante su apego a los estándares internacionales.
En la imaginación de sus detractores, las torres de los operadores privados también representan un riesgo sísmico y económico, a juzgar por los razonamientos planteados al alcalde de Goicoechea, Óscar Figueroa: “'la gente viene a quejarse porque tiene la torre a 50 metros de su casa y le baja la plusvalía, o, si tiembla, les cae la torre encima...”.
En el recurso de amparo cuya sustanciación permitió a la Sala Constitucional sentar las reglas del juego, el recurrente denunció el plan de proteger las antenas colocadas sobre una azotea mediante la instalación de pararrayos. El pararrayos, medio de protección deseable en cualquier lugar del mundo, se transforma en gravísimo peligro si figura en la cúspide de una antena celular en Goicoechea.
El fallo de la Sala Constitucional pone fin a tanto sinsentido y, también, salva al país de una vergonzosa contradicción. Los contratos firmados con los operadores privados, tras el millonario pago de sus concesiones, imponen la obligación de ofrecer cobertura a determinadas zonas y ampliarla paulatinamente en el plazo de cinco años hasta cubrir todo el territorio nacional.
La negación de los permisos de instalación de torres impedía el cumplimiento de ese objetivo. Por un lado, el Estado exigía a los operadores privados determinada cobertura y, por otro, les impedía brindarla.
Las áreas de cobertura exigidas para el primer año incluyen el territorio de media docena de municipalidades carentes de regulaciones específicas, aptas para fundamentar la concesión de permisos. El mismo problema existe en otras 20 municipalidades cuyos territorios deberán ser cubiertos más adelante. En mayo, solo 29 de los 81 cantones contaban con previsiones sobre la instalación de torres, y otros 26 decían haber avanzado en el trámite, pero el resto ni siquiera había dado los primeros pasos.
La politización del tema, la desinformación masiva y los entuertos de las burocracias locales garantizan el transcurso de años antes de la aprobación de una normativa apta para resolver el problema. De ahí la importancia del fallo de la Sala Constitucional en cuanto aclara que la reforma o incorporación de nuevas reglas es innecesaria.
La resolución de los magistrados también beneficia a las comunidades en peligro de quedar a la zaga del desarrollo tecnológico, en la mayoría de los casos por mera imprevisión o merced a la intransigencia de algunos de sus habitantes.
El desarrollo de las telecomunicaciones es un ingrediente indispensable del progreso y, como bien lo estableció la Sala Constitucional en el fallo en comentario, la construcción de las torres supera el ámbito del interés cantonal.
Eso no implica que sea ajena al interés de los vecinos, y las municipalidades deberían comprenderlo.