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Kristalina Georgieva ha estado a la cabeza del Fondo Monetario Internacional desde el 2019. (NICHOLAS KAMM/AFP)
Hay maniobras en curso para reemplazar, o cuando menos debilitar sustancialmente, a Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional desde el 2019.
Esta es la misma Georgieva cuya excelente respuesta a la pandemia rápidamente otorgó fondos para mantener a los países a flote y abordar la crisis sanitaria, y la que defendió exitosamente una emisión de $650.000 millones, de «dinero» del FMI (derechos especiales de giro o DEG), tan esenciales para la recuperación de los países de bajos y medianos ingresos. Georgieva, también, ha posicionado al Fondo para asumir un papel de liderazgo global en la respuesta a la crisis existencial del cambio climático.
Por todas estas acciones, Georgieva debería recibir aplausos. ¿Cuál es el problema entonces? ¿Y quién está detrás del esfuerzo por desacreditarla y destituirla?
El problema es un informe que el Banco Mundial le encomendó al estudio de abogados WilmerHale en relación con el índice de facilidad para hacer negocios anual del Banco, que cataloga a los países según la facilidad para abrir y operar firmas comerciales. El informe contiene acusaciones —o más precisamente «sugerencias»— de procederes impropios que involucran a China, Arabia Saudita y Azerbaiyán en los índices del 2018 y 2020.
Georgieva ha sido blanco de ataques por el índice del 2018, en el que China ocupaba el puesto 78, la misma posición que el año anterior. Sin embargo, hay una insinuación de que debería haber ocupado un puesto inferior, pero que quedó allí como parte de un acuerdo para garantizar el apoyo chino a la ampliación de capital que el Banco buscaba en ese momento. Georgieva era la directora general del Banco Mundial en ese momento.
El único desenlace positivo del episodio puede ser la terminación del índice. Hace 25 años, cuando me desempeñaba como economista jefe del Banco Mundial y el índice era publicado por una división separada, la Corporación Financiera Internacional, ya me parecía un pésimo producto.
Los países recibían buenas calificaciones por bajos impuestos corporativos y regulaciones laborales débiles. Las cifras siempre eran blandas y un cambio mínimo en los datos potencialmente tenía grandes efectos en los ránquines. Los países se sentían inevitablemente molestos cuando decisiones aparentemente arbitrarias les causaban una caída en las calificaciones.
Tras haber leído el informe de WilmerHale, luego de haber hablado directamente con personas clave involucradas y conociendo todo el proceso, la investigación me parece una crítica feroz. En todo momento, Georgieva actuó de una manera enteramente profesional, haciendo exactamente lo que habría hecho yo (y ocasionalmente tuve que hacer cuando era economista jefe): instar a quienes trabajan para mí a garantizar que sus números sean correctos, o lo más precisos posibles, dadas las limitaciones inherentes en materia de datos.
Shanta Devarajan, director de la unidad que supervisa el índice de facilidad para hacer negocios, que daba informes directamente a Georgieva en el 2018, insiste en que nunca lo presionaron para cambiar los datos o los resultados. El equipo del Banco hizo exactamente lo que Georgieva les pidió y verificó una y otra vez los números, e hicieron cambios minúsculos que derivaron en una leve revisión alcista.
El propio informe de WilmerHale es curioso en muchos sentidos. Da a entender que hubo un «quid pro quo»: el Banco intentaba reunir capital y ofrecía mejores ránquines para lograrlo. Pero China era la defensora más entusiasta de la ampliación de capital; eran los Estados Unidos, en la presidencia de Donald Trump, los que ofrecían resistencia. Si el objetivo hubiera sido garantizar la ampliación de capital, la mejor manera de hacerlo, entonces, habría sido bajar la calificación a China.
El informe tampoco explica por qué no incluye el testimonio completo de la única persona —Devarajan— con un conocimiento de primera mano de lo que decía Georgieva. «Pasé horas contando mi versión de la historia a los abogados del Banco Mundial, quienes incluyeron solo la mitad de lo que les dije», afirma Devarajan. Por el contrario, el informe se desarrolla esencialmente con base en insinuaciones.
El escándalo real es el propio informe de WilmerHale, incluida la manera en que David Malpass, presidente del Banco Mundial, sale incólume. El informe observa otro episodio —un intento por mejorar la calificación de Arabia Saudita en el índice de facilidad para hacer negocios del 2020—, pero concluye que las autoridades del Banco no tenían nada que ver con lo sucedido.
Malpass fue a Arabia Saudita a pregonar sus reformas sobre la base del índice de facilidad para hacer negocios justo un año después de que las autoridades de seguridad sauditas asesinaron y desmembraron al periodista Jamal Khashoggi.
Al parecer, el que paga manda. Afortunadamente, el periodismo de investigación descubrió un comportamiento mucho peor, incluso un intento sin ambages por parte de Malpass por cambiar la metodología del índice para bajar a China en el escalafón.
Si la mejor manera de calificar el informe de WilmerHale es de crítica feroz, ¿cuál es el motivo? No sorprende que haya quienes estén descontentos con la dirección que ha tomado el FMI bajo la conducción de Georgieva. Algunos piensan que debería aferrarse a su tarea esencial y no preocuparse por el cambio climático. A otros no les gusta el giro progresista, con menos énfasis en la austeridad, más en la pobreza y el desarrollo y una mayor conciencia de los límites de los mercados.
Muchos actores del mercado financiero no están contentos de que el FMI parezca no estar actuando tan enérgicamente como un cobrador de créditos —una parte central de mi crítica al Fondo en mi libro «El malestar en la globalización»—. En la reestructuración de deuda argentina que comenzó en el 2020, el Fondo demostró claramente los límites respecto de lo que el país podía pagar, es decir, cuánta deuda era sostenible. Como muchos acreedores privados querían que el país pagara más de lo que era sostenible, este simple hecho cambió el marco de negociación.
Luego, también, están las rivalidades institucionales de larga data entre el FMI y el Banco Mundial, puestas de manifiesto ahora por el debate sobre quién debería manejar un nuevo fondo propuesto para «reciclar» los recientemente emitidos DEG de las economías avanzadas a los países más pobres.
A esa combinación podríamos agregar la postura aislacionista de la política estadounidense —representada por Malpass, un designado de Trump—, junto con un deseo por minar al presidente Joe Biden, al crear un problema más para una administración que ya enfrenta tantos otros desafíos. Y luego están los conflictos normales de personalidad.
Ahora bien, la intriga política y la rivalidad burocrática es lo último que el mundo necesita en un momento en el que la pandemia y sus consecuencias económicas han hecho que muchos países tengan que enfrentar crisis de deuda. Ahora más que nunca, el mundo necesita la mano firme de Georgieva en el FMI.
Joseph E. Stiglitz, premio nobel de economía, es profesor en la Universidad de Columbia y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa internacional.
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