El Estado de derecho, en su acepción básica de sometimiento por igual a las normas o isonomía, declina en forma sostenida.
El fenómeno es generalizado en la mayoría de los países occidentales, desarrollados o no, y el nuestro no es una excepción.
Lo que se suponía era un proceso de mejora progresiva, a través de la cual cada vez se lograba un mayor acercamiento a los ideales de respeto de las normas de alcance y beneficio generales, derivó en un deterioro marcado del sometimiento de los poderes formales o fácticos a lo que se supone debería ser la voluntad común expresada por medio de órganos representativos de la colectividad.
El deterioro se manifiesta en diferentes planos y, por supuesto, con diversos grados de intensidad en cada país; sin embargo, podríamos hacer un intento de identificación de las tendencias más notorias en nuestro medio.
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Hipertrofia y dispersión normativa. Existe la tendencia hacia un mayor número de normas a las cuales deben someterse los ciudadanos, y al mismo tiempo aumenta la cantidad de órganos, nacionales e internacionales, promulgadores de estas.
El concepto básico de sometimiento a una norma aprobada con el consentimiento de los ciudadanos, por intermedio de sus representantes, origen del parlamentarismo, dio paso a la atomización de los centros generadores de normas, en muchos casos, carentes de todo tipo de legitimación democrática.
De la autorregulación se pasó a la segmentación. Hay cuestiones que se encuentran fuera del alcance de los ciudadanos, y la regulación solo es posible por órganos especializados, muchos de ellos sin legitimación directa y excluidos de la acción del legislador ordinario o de los mecanismos de consulta popular.
El ciudadano y sus representantes son considerados incapaces de regular asuntos de gran trascendencia, que ahora son resueltos por órganos regionales o jurisdicciones internacionales que expanden sus competencias más allá de sus cartas constitutivas. La autodeterminación es cada vez más lejana y los temas más trascendentales escapan a los desgastados esquemas representativos.
Deterioro de la representatividad. El monopolio de acceso al poder formal en manos de los partidos políticos, cada día más desprestigiados y, en muchos casos, maquinarias al servicio de intereses, cierra en gran medida el camino a posiciones de gobierno a los ciudadanos que no quieren formar parte de tales estructuras.
Esto ha conducido a un marcado deterioro de la calidad de la representación. El poder formal se aleja de este modo de la ciudadanía. Los obsoletos esquemas sobre los cuales descansa el sistema de partidos están más allá de todo ajuste o renovación; es necesario rediseñar por completo los canales de representatividad.
Corporativismo rampante. El interés colectivo como móvil último de la organización social civilizada fue remplazado por la prelación de los intereses corporativos o gremiales (rent seekers), que se convierten en el fin de toda política pública.
Estamos ante una atomización de los canales de poder, que lleva a un escenario en el cual cada quien promueve, y muchas veces obtiene, lo que beneficia exclusivamente a su círculo específico, desatendiendo las necesidades de la sociedad en su conjunto. Este proceso ha llevado a niveles insostenibles de inestabilidad institucional que no serán superados con el instrumental normativo tradicional. Debe recuperarse el interés general como fin último del aparato público.
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Incremento de la amenaza autoritaria. El deterioro del Estado de derecho conduce a la pérdida de legitimidad del conjunto institucional, atrapado en esquemas que se han considerado como inamovibles e inmejorables, pero que denotan su agotamiento.
La separación de funciones como modelo ideal de balance y distribución del poder condujo a estructuras anquilosadas y alejadas de las necesidades reales de la población.
La aparición de instancias gubernamentales y administrativas convertidas en un fin en sí mismas, sin la menor idea del conjunto y el fin al cual sirven, alimentan por doquier la tentación autoritaria y populista.
La ausencia de respuestas y soluciones desde el mismo Estado de derecho ya ha mostrado la facilidad con que la inoperancia institucional abre las puertas a la demagogia y a las propuestas autoritarias.
Si queremos vivir en una sociedad guiada por el respeto a la regla escrita, debemos someter a revisión el conjunto de las estructuras institucionales que hemos aceptado durante mucho tiempo como incuestionables.
La división del poder en manos de órganos diferentes como mecanismo para evitar la excesiva concentración superó hace mucho tiempo la desgastada triada de legislar, gobernar y juzgar.
La realidad es mucho más compleja y requiere formas más elaboradas de organización. La reacción a las insuficiencias del modelo tradicional es la creación de una multiplicidad de organizaciones públicas, centralizadas, descentralizadas, estatales, no estatales, territoriales, sectoriales y corporativas, todo al tenor de las presiones e intereses prevalecientes en cada momento.
Cuanta figura se crea en otros países, no pasa mucho tiempo sin que sea replicada en el nuestro, sin la menor consideración de su papel dentro del conjunto, al punto que contamos con un espectro de centros de toma de decisiones dispersos e incoherentes. El mimetismo acrítico no ha cesado de incrementar al punto que se imita a notorios estados fallidos.
El reto de discutir un nuevo rumbo institucional no puede postergarse a la espera del colapso de un sistema agotado. Puede que sea hora de replantearse una nueva agenda nacional que asuma las tareas impostergables para reparar nuestro Estado de derecho.
El autor es abogado.