El taxi destartalado que me trasladaba a un pueblo de Puriscal me arrojaba contra sus paredes y techo cada vez que pasaba por un hueco, y esto me impedía conversar con el conductor sin que tener que gritar.
Lo escucho decir que el presidente sí está haciendo cambios, pero es que la prensa no lo informa, y que la Asamblea no lo deja trabajar. Logré que entendiera mis dudas: ¿Dónde oyó eso? Y comprendo su enfático “en Telenoticias dijeron ‘¡la Asamblea Legislativa no deja trabajar al presidente!’”.
Así están las cosas por estos días. Las palabras se dicen sin mucha consideración. Se habla con la misma facilidad con que se confía.
Todo parece andar sobre los rieles de las metáforas espaciales: adentro-afuera, arriba-abajo, delante-detrás, superficial-profundo. Figuras que se reproducen para expresar la idea de que el pueblo queda fuera de los beneficios, bajo el zapato de los políticos, detrás del poder, pero que es el pueblo el que manda.
Si como dicen los lingüistas estadounidenses George Lakoff y Mark Johnson hablamos como pensamos y actuamos según dicho raciocinio, se entiende el estado de nuestra democracia.
Existen varias categorías de análisis que nos ayudan a recapacitar sobre lo que nos está pasando como país. Por ejemplo, las propuestas interpretativas sobre el populismo de la filósofa belga Chantal Mouffe, quien, por cierto, advierte que al populismo se le debe entender, no condenar moralmente.
Las del filósofo argentino Ernesto Laclau, quien apuntó como primera precondición del populismo la existencia de demandas agrupadas insatisfechas.
Pero siempre tengo esa sensación de que, en nuestro afán por las explicaciones rápidas, no estamos viendo algunos factores que contribuyan a comprendernos mejor.
En eso pensaba mientras me agarraba como podía del carro cuando el conductor me soltó: “¡Es que uno oye por ahí todo lo que le hacen al presidente para no dejarlo trabajar, uno lo oye todo el tiempo!”.
Murmullos semanales
Dice el Diccionario de la Real Academia Española que un rumor son voces confusas, vagas, sordas y continuas que corren entre el público continuamente, ejemplo de lo cual es el decir cacofónico “al presidente no lo dejan trabajar”, rumor fabricado cada ocho días en las conferencias de prensa de la Casa Presidencial y esparcido ya sabemos por cuales seres mitológicos.
El psicoanalista argentino Mauricio Abal asegura que el rumor es un mecanismo para provocar ilusiones perceptivas a partir de formulaciones vagas y confusas que son sustituidas por “una certeza sin asideros” y “la realidad deja de ser lo que es para ser lo que de ella se percibe”. Afirma también que ilusionar es ofrecer esperanza y, además, engañar para que la realidad sea expropiada.
Los murmullos del presidente, que se rodea de una corte de ministros, presidentes ejecutivos y demás, quienes al hablar lo citan y alaban, convencen a alguna ciudadanía de lo bien que estamos y lo excelente que estaremos, aunque la crisis encoja los presupuestos familiares y las balas rechiflen en las orejas.
Los psicólogos estadounidenses Gordon W. Allport y Leo Postman establecieron la ley básica del rumor, y explicaron que el rumor es exitoso cuando trata sobre un tema importante y es descrito en términos muy ambiguos, tal cual vemos semana tras semana frases sueltas sobre la corrupción, la impartición de justicia, la economía.
Lo que más caracteriza al rumor, según ellos, es que nunca se presenta con pruebas fehacientes y que son fabricados para ser creídos y para que se propaguen de persona a persona. Como diría mi taxista, si tanta gente lo dice, si tantas veces lo dicen, si tanto lo dice un presidente...
Sugiero que el uso del rumor como estrategia política —que juzgo como algo típico de los políticos que son malos perdedores— se articula con la propagación del pánico moral, definido por la sociología como aquella idea de que cierto grupo se comporta de forma desviada y perjudicial para el conjunto de la sociedad.
Vemos pánico moral frente a los migrantes venezolanos y nicaragüenses, a quienes se les atribuye vagancia, violencia, aprovechamiento de nuestras garantías sociales, quiebra de la CCSS, quedarse con nuestros trabajos, secuestrar nuestras buenas costumbres.
Dicha categoría de análisis, elaborada por el sociólogo Stanley Cohen en su libro Folk Devils and Moral Panics, puede aplicarse en el mundo de la política partidaria a causa de la triste llegada del populismo a nuestro país. Como señala Cohen, el sentido de pérdida tiene como contraparte una glorificación; en nuestro caso, de un autoinvestido revoltoso.
Muchos como Chaves
Progreso Social Democrático y Nueva República, por poner los ejemplos más sugestivos, dedican enormes esfuerzos a alertar contra los grupos que levantan banderas de derechos humanos, los partidos tradicionales o la prensa como peligros para la sociedad costarricense.
Aunque, en honor a la verdad, algunas de esas personas, consideradas a sí mismas progresistas, no temen hacer lo mismo desde la acera de enfrente, sobre todo, debido a su profunda intolerancia a que se les contradiga y su labilidad que, no en pocas ocasiones, las hace estallar de odio contra quienes no se apresuren a complacerlas.
Como les dicen con frecuencia en las redes sociales, “ustedes, progres, a cada rato se burlan de los que no piensan como ustedes, hacen comentarios clasistas, se burlan de creencias religiosas… vayan con esa doble moral a otro lado”.
Chaves no es una rara avis, sino alguien realmente común. En Costa Rica, hay muchísima gente como él. El presidente es un síntoma no solo de la disconformidad por lo pésimo que lo han hecho algunos políticos y funcionarios, sino también de nuestra idiosincrasia. Cualquiera conoce a gente como él en las calles, empresas, instituciones públicas, aulas universitarias.
A ellos les hizo un guiño hace poco al hablar de sus hormonas y al excitar con promesas bélicas de volarlo todo por los aires. Ellos son ustedes y yo, de izquierda, mujeres, gais, religiosos y ateos, como se supo sobre quienes votaron por él.
Ojalá nadie se deje llevar por los rumores ni por el cinismo de exigir candidaturas perfectas en las elecciones municipales. Como afirmó el filósofo danés Soren Kierkegaard, el goce decepciona, pero la posibilidad no. Es decir, la esperanza de que algo pueda ocurrir más que la certeza de que ya lo tenemos todo. Mantengámonos expectantes, con deseo, más que arrogantes como si lo hubiéramos logrado, cultivemos el amor por la anticipación y desconfiemos de las certezas como táctica para decidir nuestro voto.
Mientras, a quienes se la pasan destruyendo nuestros vínculos como país mediante palabras cizañeras, les doy el consejo comúnmente atribuido al actor estadounidense Will Rogers: nunca desperdicien una buena oportunidad para quedarse callados.
Y a quienes se dejan deslumbrar por las promesas altisonantes, les recuerdo el refrán popular “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.