Tengo sueños eléctricos, de Valentina Maurel (2022), que en pocos meses se ha hecho acreedora de más de una veintena de los premios más importantes en festivales como Locarno y San Sebastián, en otros tan alejados como India, Grecia e Islandia, y recientemente en nuestro país, presenta una historia que se aleja de cualquier estereotipo. A Maurel no le gustan las propuestas fáciles, en blanco y negro. Busca la complejidad de los seres humanos y de sus relaciones, de las pequeñas cosas que los representan incluso en el color casi táctil de los lugares que habitan sus personajes.
La primera imagen que vemos es el cableado eléctrico que invade el cielo, los postes con toscos transformadores: el sello inconfundible de las ciudades pobres. Desde un carro deteriorado pasamos por calles donde todos se muestran sin pudor, hombres lavando carros en plena vía, ventas de frutas y verduras. La ciudad, las casas, los objetos, todo exhibe una patina de corrosión. Es una especie de radiografía del interior de Martín, el padre de Eva, los protagonistas del filme. La fotografía de Nicolás Wong convierte la ciudad, no solo en una protagonista más, sino en el reflejo emocional de las relaciones padre e hija. La cámara en mano es la herramienta para poner en pantalla el desasosiego de ambos.
En los primeros tres minutos podemos contar siete momentos en que Martín expresa su violencia, reprimida o explícita: desde un manotazo a la radio hasta golpearse reiteradamente la cabeza contra el portón, haciendo sangrar su nariz. Su mujer no le presta atención, mientras que Sol, la menor, se orina. Eva, adolescente, lo llama preocupada. Podríamos creer que estamos frente a la típica historia del macho violento y la familia indefensa. Nos equivocamos.
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Tras dos exitosos cortos, Valentina Maurel presenta su primer largometraje 'Tengo sueños eléctricos'. La cinta ya está en los cines de Costa Rica. Foto: Heretic
Ya en la escena siguiente la pareja se ha separado. En plena mudanza la casa materna es un caos, llena de cajas, bolsos y ropa tirada. Los sonidos se superponen: el ruido del televisor con programas de lucha libre y pastores evangélicos, el tipo que taladra una pared, el teléfono que suena y los gritos de las niñas. La madre le insiste a Eva que se bañe y la califica de “pequeña salvajita”. Los protagonistas ya están presentados. Aparece el título tomado de un poema que ha escrito el padre y que escucharemos al final del filme.
Recién divorciado, Martín busca algo. No sabe muy bien qué es. Eva lo busca a él. Su madre le ofrece las comodidades de un hogar y un espacio para su intimidad. Es la estabilidad materna pero también la ley paterna que impone límites. Él no le ofrece nada ni siquiera un cuarto propio. No tiene la madurez emocional para entender que una de sus dos hijas lo ha escogido. Es violento, impulsivo, no sabe lo que quiere, deambula contra el mundo e intenta ser poeta. Es casi tan adolescente como Eva y le permite fumar y beber, se droga, vive en el desorden y es una ventana a la adultez, lo que la hija anhela experimentar. Es la subversión y eso la seduce. La película acierta en que no juzga las acciones de ninguno de los protagonistas ni pretende dar soluciones o moralejas. No es simplista y su complejidad -las varias capas de lectura que ofrece- responden a la misma de los seres humanos, en los cuales la violencia y la ternura pueden convivir.
La ambigüedad vital
Varios críticos han calificado a la película de un coming of age (llegada a la madurez). El español Carlos Loureda hace un acertado juego de palabras entre el coming of age y coming off the Edge: propone ver la película como un “al borde del abismo”, lo que es más preciso para un filme brutal y vertiginoso.
Podría hablarse de una cierta ambigüedad moral ya que el padre coloca a su hija en un abismo, rodeada de adultos, sexo y drogas. Es una niña de 16 años; no obstante, la película presenta las situaciones con una naturalidad que no nos permite juzgar a los personajes.
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Con su largometraje ‘Tengo sueños eléctricos’, la tica Valentina Maurel ha conquistado diversos premios internacionales.
La joven vive una espiral de experiencias como la que disfruta en el parque de atracciones que visita con una amiga. Si bien su padre está roto, Eva tampoco sabe controlar los vaivenes emocionales, su urgencia por conocer la adultez, por perder la virginidad -un tema ya tratado por Maurel en el cortometraje Lucía en el limbo (2019)-.
El parque muestra un imaginario propio de nuestra cultura, poblado de personajes siniestros. Las amigas presencian el espectáculo de ‘La Horrorosa’, la hermosa mujer que se convierte en gorila. El espacio apretujado de público es un placer para Eva, una masa compacta de cuerpos y sudores. El falso gorila que trata de atacarla podría ser una metáfora de su fantasía y deseo por descubrir lo que hay en eso que llamamos sexo. Los sueños eléctricos también habitan en Eva, quien en varios momentos externa su rabia, su dolor y su desconcierto.
El olor de la rabia
Hay una naturalismo calculado, lo que yo llamaría una estética de los olores: los orines de Sol, pero sobre todo los del gato, que tanto molestan a la madre; también los del sexo -Eva se toca la vagina con sus dedos y se los huele- y de la sangre, que aflora en varias escenas.
Martín vive en la casa de un amigo donde al desorden se suma la suciedad. Paredes rayadas, colchones sucios, un taller de poesía que deviene en una fiesta con drogas y alcohol. La atmósfera exhala cigarro y cerveza. A diferencia de muchas películas realizadas por mujeres, Maurel no echa mano del lirismo, lo onírico o lo sensorial. Es un cine de gran realismo, con una ambigüedad en los personajes que buscan la vida en las palabras, porque temen contemplar su mundo interior.
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Daniela Marín encarna a la protagonista de 'Tengo sueños eléctricos'. Foto: Cortesía Laura Pacheco
La clave interpretativa es el trato directo de la violencia, de todos los matices de la violencia. Es el eje que atraviesa el filme: un aprendizaje de cómo sobrellevar el dolor. Así como Eva juega a dañar a su hermana menor hasta que la niña aguante, Martín repite esa especie de catarsis con la única persona que tiene a su lado. ¿Hasta cuándo lo soportará Eva? Porque la rabia que habita Martín a veces es contenida, pero a menudo se desborda. Martín solo tiene a Eva y ella sabe que debe sobrevivir al amor y a la vorágine en que vive su padre.
La poesía también atraviesa la película. Es el deseo de Martín de apaciguar el dolor mediante las palabras, la exploración de su yo, del origen de su intensa rabia. Al final escuchamos por fin el poema, que más bien parece escrito por Eva: Tengo sueños eléctricos en los que mi padre cuando no pueda arreglar algo lo revienta al piso. Se enoja, grita, insulta. Nos queremos a gritos, a veces a golpes. Así somos. Una horda de animales salvajes soñando con ser humanos. Hacen falta a veces varias vidas para entenderlo. La rabia que nos atraviesa no nos pertenece. Padre e hija, en primer plano, se miran.
La ópera prima de Maurel es valiente e intensa, osada al proponer un tema controversial en una sucesión de imágenes que oscilan entre la brutalidad y la ternura, que no nos dejarán indiferentes. Es un cine de pasiones humanas tratadas de forma directa, y es esto lo que podría explicar el éxito que ha acompañado su lanzamiento internacional.