
Quedan las dudas. Aunque nadie presentó pruebas, varios diputados denunciaron amenazas, presiones y ofrecimientos desde el gobierno para incidir en la votación sobre el levantamiento de la inmunidad del presidente Rodrigo Chaves. Hablaron de llamadas provenientes de Zapote, de promesas de embajadas y ministerios, de dádivas, de eventuales despidos, la pérdida de visas o el fin de carreras políticas. Lo dijeron en público el liberacionista Óscar Izquierdo; el socialcristiano Carlos Felipe García y la independiente Johana Obando.
En esa misma línea, la independiente Kattia Cambronero mencionó “extorsiones”; el frenteamplista Jonathan Acuña repitió en tres ocasiones la expresión “promesas corruptas”, y la socialcristiana Daniela Rojas se refirió a “presiones y amenazas”. La coincidencia entre todos ellos es que sus votos eran a favor del desafuero al mandatario para que rindiera cuentas en un proceso ante la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia por el Caso BCIE-Cariñitos, en el cual se le imputa el delito de concusión.
Al final, los votos de 21 diputados terminaron por favorecer al gobernante. Por más que una mayoría de 34 legisladores se inclinó por quitar el fuero de improcedibilidad penal (la protección que impide activar un proceso penal ordinario contra miembros de los Supremos Poderes), fue insuficiente. Se necesitaban, al menos, 38.
Luego de este episodio –histórico, por ser la primera vez que se debatía el levantamiento de la inmunidad de un presidente en ejercicio– lo menos que puede exigir la ciudadanía es transparencia. Las denuncias de componendas no solo erosionan la credibilidad de la clase política, también resquebrajan la confianza en los poderes de la República. El golpe es doble: al Ejecutivo, señalado por intromisión indebida y por presuntamente reproducir las viejas prácticas que, en campaña, Chaves prometió desterrar, y al Legislativo, que queda bajo la sospecha de haber cedido a presiones.
Resulta significativo que en el caso judicial que involucra al presidente, “presión” es la palabra reinante. Primero –valga la reiteración– por la presunta presión denunciada por el productor audiovisual Christian Bulgarelli para entregar $32.000 al exasesor presidencial Federico Choreco Cruz a cambio de obtener el contrato de $405.000, financiado con aportes del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), para brindar servicios de comunicación a la Casa Presidencial. Y luego, este 17 de setiembre, cinco días antes de la votación en el Congreso, Bulgarelli volvió a repetir la palabra cuando denunció penalmente a Chaves y al director por Costa Rica ante el BCIE, Erwen Masís, a quienes atribuye coacción para modificar su testimonio.
También citó presión el jefe de la fracción liberacionista, Óscar Izquierdo, al asegurar que hubo una advertencia velada contra su estabilidad laboral, ya que, en medio de una reestructuración en Acueductos y Alcantarillados (AyA), donde ocupa una plaza en la Dirección de Cooperación y Asuntos Internacionales, su puesto sería el primero en eliminarse. Días antes de la votación, dijo, Chaves hizo alusión pública a esa condición laboral, lo que el legislador interpretó como un intento de intimidación si votaba por el desafuero. “Con reestructuración o sin reestructuración, mi voto es por convicción”, expresó en el plenario, al insistir en que no se dejaría doblegar.
Presión también manifestó el socialcristiano Carlos Felipe García al afirmar que su voto podía costarle la carrera política. En el plenario aseguró que esa decisión lo acompañaría toda la vida y pidió disculpas a sus familiares y allegados por las consecuencias que podrían sufrir.
Más presiones denunció la independiente Johana Obando al decir que el Poder Ejecutivo habría negociado con diputados dádivas, puestos en embajadas y cargos ministeriales en un eventual gobierno de la candidata oficialista Laura Fernández. Añadió que algunos colegas habrían recibido amenazas relacionadas con despidos o la pérdida de visas para familiares. Aunque no reveló nombres, sostuvo que varios legisladores le habían confiado estas experiencias, pero solicitaron reserva por temor a represalias.
Qué doloroso para nuestra democracia constatar que, en una decisión tan trascendental, aparezcan palabras tan graves como “presiones”, “amenazas” y “represalias”, y que, pese a ello, el silencio termine por prevalecer, cubierto por un manto de miedo. Quienes asumen la responsabilidad de representar al pueblo en el Congreso no pueden callar por conveniencia política o personal, y menos aún cuando la probidad está en entredicho y la Asamblea Legislativa, junto a los partidos, aparece en las encuestas entre las instituciones peor valoradas. No decir una palabra en estas circunstancias solo profundiza el descrédito.
Los temores y silencios debilitan la división de poderes, socavan la confianza ciudadana y abren paso a prácticas autoritarias. Romperlos exige valentía e integridad de los diputados para actuar por convicción, pero también madurez cívica de los electores para decidir con responsabilidad a quiénes entregan su voto.
