
Este lunes, los diputados y diputadas tuvieron ante sí una decisión crucial. Giró alrededor de una pregunta simple, pero a la vez de enorme impacto para nuestra salud democrática: ¿se justifica que una persona pueda eludir la acción de la justicia mientras, gracias al cargo que ocupa, goza de inmunidad? En este caso, la persona era el presidente Rodrigo Chaves, y por primera vez en nuestra historia, la Asamblea Legislativa debía decidir si levantaba ese foro de protección –conocido como “de improcedibilidad”– para que enfrentara una grave acusación en su contra.
La respuesta más consecuente con los valores republicanos era afirmativa; su fundamento, demoledor: en una democracia afincada en el Estado de derecho y la igualdad ante la ley, nadie debe estar por encima de ella, menos quienes, en razón de sus altas funciones, encarnan las mayores responsabilidades de respetarla. Sin embargo, faltaron cuatro votos para alcanzar la mayoría calificada de 38. Así, el presidente logró evadir, al menos hasta el próximo 8 de mayo, el curso de un proceso penal activado por posibles delitos cometidos en el cargo.
Se trata, en el mejor de los casos, de un craso error histórico, a partir de la complacencia o el oportunismo. Lo que estaba de por medio no era si Chaves es culpable o inocente; tampoco, si la acusación en su contra está bien o mal fundamentada. Estas no son consideraciones que corresponda dilucidar a un órgano político, como la Asamblea Legislativa, sino a los tribunales de justicia. Lo que estaba de por medio era decir sí o no a una solicitud fundada de la Corte Suprema de Justicia para continuar con el proceso.
En este caso, por ser Chaves miembro de uno de los Supremos Poderes, se activó un procedimiento especial, meticulosamente definido por la Constitución y las leyes. Comenzó con la investigación inicial, a cargo del fiscal general. La evidencia acumulada lo llevó a acusar a Chaves y Jorge Rodríguez Vives, hoy ministro de Cultura, por el presunto delito de concusión, tipificado por el artículo 355 del Código Penal. A esto siguió su presentación a la Corte; el análisis de un instructor designado por ella, quien detectó razones suficientes para darle curso y trasladarlo al pleno; finalmente, la decisión tomada por 15 de los 22 magistrados de solicitar a la Asamblea levantar la inmunidad del presidente.
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Tal como dispone el Reglamento legislativo, una comisión analizó el caso; tras dar oportunidad de descargo a las partes, emitió un criterio de mayoría (tres a dos) a favor de eliminar el fuero de protección presidencial. El ministro Rodríguez, por su parte, tomó la decisión de renunciar a él: el camino más digno que, sin embargo, el presidente obvió. Si la votación del lunes hubiera resultado exitosa, el juzgamiento habría estado a cargo de la más alta instancia jurisdiccional en materia penal: la Sala Tercera de la Corte, en un juicio con todas las garantías procesales.
Es decir, no estamos ante una vía casuística o una manipulación política, sino ante una ruta con plenas oportunidades de defensa para los eventuales procesados, que habría derivado en aquello de lo que ningún ciudadano debe estar exento: responder por los cargos ante los tribunales. Sin embargo, los 21 diputados que votaron en contra –los ocho oficialistas, los seis de Nueva República, cinco del PUSC, una del PLN y uno independiente–, decidieron bloquearla. Además, dos estuvieron ausentes, una por viaje ya programado; otro, por abandonar el plenario.
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Los votos negativos colocaron al presidente por encima de la ley; es decir, en una casta especial, y en este caso unipersonal, a contrapelo de la igualdad ciudadana. Para justificarse, enarbolaron todo tipo de argumentaciones. Más que razones, fueron racionalizaciones. Las de persecución política o “cacería de brujas” han sido las preferidas por Chaves y su fracción. Otras y otros han preferido elucubrar alrededor de la solidez de las pruebas, la estructura de la acusación, sus fundamentos legales y hasta la “técnica” seguida para plantearla.
Ninguno de esos argumentos tiene sustento, y el segundo grupo es incluso más grave que lo aducido por el oficialismo, porque se arroga tareas que corresponden a los jueces, no a los legisladores. Y como ninguno de estos puede alegar ignorancia al respecto, de lo que se trata, ni más ni menos, es de envolver en ropajes argumentales, decisiones que, probablemente, responden a consideraciones políticas estrechas, transacciones no reveladas o aspiraciones personales mal orientadas.
Este caso es apenas uno de varios que acumulan el presidente y algunos funcionarios y exfuncionarios de alto nivel. El 23 de junio, la Fiscalía General presentó a la Corte otra acusación, aún más grave: la presunta violación de normas electorales mediante una estructura paralela para financiar la campaña de Chaves. Además de él, los imputados son el ex primer vicepresidente, Stephan Brunner; el canciller, Arnoldo André; las diputadas Pilar Cisneros, Luz Mary Alpízar y Paola Nájera, y su colega Waldo Agüero, elegidos por el partido oficialista, Progreso Social Democrático (PPSD).
Si los magistrados, de nuevo, solicitaran a los diputados los respectivos levantamientos de inmunidad, ¿vendrán las mismas excusas para rechazarlos? Es algo, por ahora, hipotético, pero posible y a la vez inquietante.
Por desgracia, el precedente establecido, al mantener la inmunidad y desconocer la igualdad ante la ley, a pesar de las garantías adicionales para el presidente, ha sido negativo. Es una mancha para quienes lo hicieron posible, que los acompañará en la trayectoria política que aún pueda quedarles por delante.
