
Desde hace meses, la Dirección General de Aviación Civil (DGAC) y las instancias y procesos que orbitan a su alrededor, se han introducido en una zona de severas turbulencias. Su impacto vulnera la gobernanza de una función pública determinante, no solo por sus implicaciones para la seguridad aeroportuaria, sino también porque se relaciona de manera directa con dos sectores vitales para nuestra economía: el turismo y la logística exportadora, sobre todo de microprocesadores, suministros médicos y productos perecederos. Para estos, el transporte aéreo es fundamental.
No puede afirmarse que la ruta seguida para llegar a esa zona sea deliberada. Suponemos que nadie se ha dedicado a elaborar un plan de vuelo intencional dedicado a su debilitamiento institucional. Pero sí ha sido un rumbo inducido, porque no responde a razones fortuitas o fuera de control, sino a un estilo de gobierno que desdeña los criterios técnicos, valora más la lealtad personal que la independencia de criterio, pretende quemar etapas en los procesos administrativos, y politiza una enorme cantidad de decisiones. El resultado no puede ser otro que un deterioro en las tareas del Estado, incluidas, por supuesto, las que nos ocupan.
La más reciente señal de severa turbulencia fue la renuncia de dos de las siete personas que integran la Directiva del Consejo Técnico de Aviación Civil. Se dio luego de que, el 19 de noviembre, una evaluación de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI), parte del sistema de las Naciones Unidas, señalara severas fallas en la seguridad aérea del país.
Una de esas personas, Danielle Jenkins, representante del sector empresarial, puntualizó con toda claridad que su renuncia obedeció “a razones profesionales que… afectan las condiciones necesarias para el adecuado ejercicio del cargo”. Tras destacar la importancia de la confianza en ese órgano colegiado, manifestó que, cuando esta se ve comprometida, “también lo hace la capacidad del órgano para ejercer sus competencias con la transparencia, solidez técnica y responsabilidad que el país merece”. La otra, José Rosales, representante gubernamental, se limitó a aducir razones personales.
Al día siguiente de que se conociera el informe de la OACI, Luis Diego Saborío dejó la Subdirección de la DGAC. Solo estuvo en el cargo cuatro meses, tras sustituir a Luis Miranda, quien también había renunciado al cargo.
El 25 de noviembre, la Asociación de Operadores y Propietarios de Aeronaves alertó sobre el deterioro de las operaciones en el aeropuerto Tobías Bolaños, la cual atribuyen a políticas sin sustento técnico. Al consultársele, Marcos Castillo, director de Aviación Civil, dijo desconocer la denuncia, pero aseguró que se mejoraron los procesos de seguridad en esa terminal. Es posible que tenga razón, pero los quejosos señalaron que no ha sido posible dialogar con él.
Castillo ocupa ese cargo desde el 8 de mayo de 2024, cuando fue nombrado en sustitución de Fernando Naranjo Elizondo, destituido dos meses antes, junto al entonces ministro del MOPT, Luis Amador, por lo que el presidente Rodrigo Chaves calificó como un “contrato a la medida” a favor de la empresa MECO para reparar la pista del aeropuerto Daniel Oduber. Pero el caos se ha incrementado bajo su gestión.
Desde mayo pasado, Castillo es investigado por el Ministerio Público, junto a otros altos funcionarios y el exministro de Obras Públicas y Transportes, Mauricio Batalla, en el llamado caso “Pista Oscura”, por presuntos delitos de influencia contra la Hacienda Pública, que podrían derivarse de cambios en el contrato que había sido suscrito con esa empresa. Se le impuso, como medida cautelar, la prohibición de ingresar a las oficinas centrales de la DGAC, lo que implicó desarrollar sus funciones desde otro recinto.
El contexto del caso incluye alegadas presiones del exministro Batalla a un experto argentino para que ajustara la propuesta a los intereses de la constructora. A esto se une la separación, junto a otros cuatro funcionarios, del ingeniero a cargo de la unidad ejecutora del proyecto, que se negó a firmar los cambios al contrato; también, la decisión del Cetac de suspender una contratación con el laboratorio Lanamme, de la Universidad de Costa Rica, para evaluar la condición de la pista tras los trabajos ejecutados por MECO. Tanto la jefa de aeropuerto como dos ingenieros de la Unidad de Infraestructura Aeroportuaria consideraron improcedente la medida, por razones técnicas.
Añadamos a lo anterior la paralización por siete horas, el 23 de octubre pasado, de las operaciones en los aeropuertos Juan Santamaría y Daniel Oduber, por fallas en los radares, que se pudieron evitar con mantenimiento preventivo, y podemos llegar a una clara conclusión: la naturaleza y prolongación de las turbulencias, así como la falta de voluntad y capacidad para corregir el rumbo, amenazan severamente la nave de la Aviación Civil nacional. Su origen no es la ausencia de buenos técnicos y personas conocedoras del tema en el país. Al contrario, ha sido su marginación lo que nos ha conducido al caos actual.
Esperamos que, al menos, la fuerte advertencia de la OACI conduzca a rápidas acciones correctivas y a que el rigor, la seriedad y la transparencia se impongan sobre la opacidad y la manipulación política y administrativa.
