
El concepto de “genocidio” debe usarse con extrema prudencia. Horrendos como son los crímenes de guerra o los de lesa humanidad, cometidos contra civiles, no basta con que se produzcan, ni con que tengan carácter masivo, para que califiquen como genocidio. La razón es clara: su naturaleza está claramente tipificada en el derecho internacional por la Convención para su prevención y sanción, adoptada en 1948, como respuesta a las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, el Holocausto del pueblo judío.
Vigente desde 1951, su artículo II define como genocidio la perpetración de uno o más de cinco actos “con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Dichos actos son: 1) la matanza de miembros del grupo; 2) la lesión grave a la integridad física o mental de ellos; 3) su sometimiento intencional a condiciones de existencia que conduzcan a su destrucción física, total o parcial; 4) las medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo, y 5) el traslado por la fuerza de niños a otro grupo.
¿Califica como genocida la estrategia seguida por el gobierno de Israel contra los palestinos en la Franja de Gaza, tras los horrendos ataques de Hamás el 7 de octubre de 2023? En los inicios y primeras etapas de su conducta, la respuesta es que no. Aunque masiva, poco selectiva y generadora de una catástrofe humanitaria, Israel podía argumentar que, frente al terrorismo asesino, era necesaria una reacción robusta: toda nación tiene derecho a defenderse. Además, es un hecho que los operativos de Hamás han usado reiteradamente infraestructuras civiles para ocultarse, lo cual ha creado condiciones para la muerte de muchos inocentes.
Sin embargo, en un relativo corto tiempo, la ofensiva aumentó su brutalidad, y conforme se transformó la naturaleza de los planes y acciones israelíes, comenzaron a surgir contundentes evidencias de genocidio. Al menos 64.000 palestinos –la mayoría civiles–, han muerto por los ataques. A esto se unen centros urbanos arrasados o en proceso de serlo, traslados forzados y masivos de población, impedimento de ayuda externa, hambrunas inducidas, destrucción deliberada de centros de salud, escuelas, instituciones culturales y sitios de culto, y hasta amenazas de anexión de territorios.
Como si fuera poco, y contra la voluntad de muchos generales israelíes, en estos momentos se desarrolla una ofensiva arrasadora contra Ciudad Gaza, la mayor concentración urbana de la Franja. Centenares de miles de habitantes han emprendido la huida a “zonas seguras”, que son enormes campos de concentración; otros han decidido permanecer, a la espera de muertes casi seguras. La catástrofe será inevitable; la deriva genocida del gobierno de Benjamín Netanyahu, evidente.
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De ella han dado cuenta, durante meses recientes, reconocidos especialistas y organizaciones de la sociedad civil. No nos referimos a las que tienen claros intereses y beligerancia, sino a la gran cantidad que son serias y de claras convicciones democráticas. Entre ellas destaca Amnistía Internacional, que, en diciembre del año pasado, divulgó un informe revelador de esa deriva.
El destacado historiador israelí Omer Bartov, experto en el Holocausto y crímenes de guerra, planteó la misma conclusión en un artículo publicado a mediados de julio. A finales de ese mes, dos emblemáticas oenegés, también israelíes, B’Tselem y Médicos por los Derechos Humanos, lo denunciaron. Yuli Novak, quien preside la primera de ellas, declaró que la realidad “no nos deja más opciones que reconocer la verdad: Israel está cometiendo un genocidio contra los palestinos de la Franja de Gaza”.
Pero las más consecuentes denuncias sobre el tema se han producido durante las últimas tres semanas. El 1.° de setiembre, la Asociación Internacional de Académicos en Genocidio, que reúne a varios de sus más reputados expertos, aprobó una resolución según la cual “las políticas y acciones de Israel en Gaza” cumplen la definición legal de este delito contenida en la Convención de 1948.
El pasado martes, una comisión de expertos independientes, establecida por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 2021 para investigar la situación de los territorios palestinos, emitió un detallado informe aún más contundente. Sus conclusiones, producto de las investigaciones expuestas en 70 páginas del documento, son demoledoras.
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Determinó que “las autoridades y fuerzas de seguridad israelíes han cometido y continúan cometiendo” acciones que se enmarcan en cuatro de los cinco actos que configuran un genocidio. Solo las exoneran de trasladar por la fuerza niños a otros grupos. Pero también la comisión determinó que el presidente, Isaac Herzog; el primer ministro Netanyahu, y el ministro de Defensa, Yoav Gallant, “han incitado la comisión de genocidio”, sin que se hayan producido iniciativas para castigar esas conductas.
No estamos ante sentencias de órganos jurisdiccionales internacionales, como la Corte Internacional de Justicia –que analiza una acusación de Sudáfrica– y la Corte Penal Internacional, que ha actuado de oficio para establecer posibles responsabilidades internacionales. Sin embargo, tan abrumadora evidencia ya no admite dudas: el Estado de Israel ha incurrido y sigue incurriendo en el delito de genocidio. Peor, no se nota, al menos hasta ahora, ninguna intención de modificar tal conducta, ni empatía por el sufrimiento palestino.
De este modo, no el pueblo israelí, sino sus actuales dirigentes, han traicionado los valores universales en que descansan su identidad y su democracia. A la vista del mundo entero. Razón de más para la condena.
