
Las Naciones Unidas, la más universal de las organizaciones en la historia de la humanidad, ha llegado a sus 80 años de labor en medio de enormes desafíos externos e internos. Los conflictos y demandas, siempre presentes, se han agudizado y proliferado; mientras, su capacidad de afrontarlos se ha reducido. Su salud financiera se debilita cada vez más y exacerba con crudeza el peso de sus falencias organizacionales.
Es imposible una lista exhaustiva de lo que afrontan la ONU y el mundo, pero algunos ejemplos sobresalen. La guerra de Rusia contra Ucrania lleva más de tres años; es la primera vez, desde el establecimiento de la organización en 1945, que un miembro permanente de su Consejo de Seguridad viola abiertamente la integridad territorial de otro país y, de este modo, la Carta constitutiva. El conflicto en Gaza se ha acentuado y ha dado paso al genocidio de Israel contra el pueblo palestino. Una guerra civil ha convertido a Sudán en el epicentro de la mayor tragedia humanitaria conocida en décadas, y no cesa.
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China ha desconocido un fallo de la Corte Internacional de Justicia e insiste, con velada pero reiterada fuerza, en desconocer y atropellar los derechos marítimos de países como Filipinas y Vietnam. El presidente estadounidense, Donald Trump, ha desatado una caótica guerra comercial, desplegando un peligroso unilateralismo transaccional, y hasta insistido, a inicios de su gobierno, en aspiraciones territoriales sobre Canadá y Groenlandia. El cambio climático se acelera y los compromisos nacionales para ponerle coto no están a la altura de su avance.
Las oleadas migratorias, originadas en carencias y conflictos, ponen en riesgo la vida de cientos de miles de personas y exacerban los ímpetus nacionalistas, populistas y autoritarios en países receptores. El alcance de los ambiciosos y necesarios Objetivos de Desarrollo Sostenible, adoptados por los países miembros de la ONU en 2015, muestran un alarmante rezago, mezclado con frecuente desdén.
Con este inquietante trasfondo, comenzó el martes, en Nueva York, el debate de alto nivel de la Asamblea General de las Naciones Unidas, con la presencia de decenas de jefes de Estado y de Gobierno, ministros y otros altos dignatarios. Es el máximo acontecimiento de la organización, que se ha desarrollado sin interrupciones durante sus 80 años. Al conmemorar tan importante aniversario, mucho puede decirse sobre lo que ha hecho o dejado de hacer. En ambos casos, la lista es larga y la polémica a su alrededor interminable.
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Más allá de las críticas o alabanzas, la importancia y necesidad de la organización es cada vez mayor, así como el imperativo del multilateralismo. Importa para todos los países, pero sobre todo para los débiles y desarmados, como el nuestro. Basta repasar la lista de retos universales para llegar a esta conclusión. A la vez, su capacidad de abordarlos y así cumplir con mandatos en ámbitos tan diversos y cruciales como la paz, el desarrollo, los derechos humanos, la democracia, la gobernanza, la salud, la educación, la ciencia y la cultura –entre muchos otros–, ha decaído.
Parte del problema se debe a que, durante estas ocho décadas, la organización se ha expandido sin un diseño adecuado. Se ha convertido en un archipiélago difícil de gestionar, con una abultada y onerosa burocracia. Es algo que debe enmendarse lo antes posible.
A su actual secretario general, António Guterres, le ha tomado tarde para impulsar la transformación interna, en la que sus predecesores poco avanzaron. Apenas el 12 de marzo anunció un programa de reformas conocido como UN80, pero su mandato cesará en 2027, con un liderazgo poco robusto.
Sin embargo, los problemas más agudos están en otra parte. Se ha producido una vuelta a las grandes pugnas entre potencias, en particular Estados Unidos, Rusia y China, todas con poder de veto en el Consejo de Seguridad, que paraliza este órgano clave y distorsiona el quehacer general de la organización.
El gobierno estadounidense, gran bastión de la ONU y, en general, del sistema internacional basado en reglas, cada vez se muestra más hostil hacia ambos; incluso, ha reducido drásticamente su financiamiento, sin que otros miembros llenen el vacío. La precariedad se refleja en menor capacidad para mantener la paz, impulsar el desarrollo o hacer frente a urgencias humanitarias. Y sumemos que están proliferando otros agrupamientos de países, en particular en el llamado “Sur global”, que restan atención y compromiso con la ONU.
Es decir, a mayores desafíos y necesidades, menores capacidades y compromisos de países clave. Así ha llegado la ONU a los 80 años. El imperativo no es desdeñarla, sino reactivarla, pero, al menos por ahora, los presagios en tal sentido tienen tonos oscuros. Es algo que debe inquietarnos.
