
La decisión del presidente Donald Trump de indultar a Juan Orlando Hernández, expresidente de Honduras condenado en Estados Unidos a 45 años de prisión por facilitar el tráfico de más de 400 toneladas de cocaína, tiene un efecto devastador sobre la credibilidad de la política antidrogas estadounidense y envía una señal funesta a América Latina. El perdón presidencial, concedido a quien la justicia norteamericana describió como el artífice político de un “narcoestado”, contradice a los fiscales, desacredita a la Administración de Control de Drogas (DEA) y pulveriza una de las investigaciones más complejas y riesgosas emprendidas por agentes estadounidenses contra la narcopolítica en la región.
Aunque Trump presentó su decisión como un acto de justicia frente a lo que calificó una “caza de brujas” del gobierno de Joe Biden, el caso contra Hernández no nació con Biden ni con su Departamento de Justicia. Comenzó en 2013, durante la administración Obama, continuó durante los cuatro años del primer gobierno de Trump y culminó con una condena unánime de un jurado federal en Nueva York en 2024. Fue, de hecho, uno de los juicios por narcotráfico más sólidos contra un jefe de Estado extranjero desde la condena al exgeneral panameño Manuel Antonio Noriega, en 1992.
Ahora, el beneficio presidencial constituye un golpe moral a los oficiales de la DEA que pusieron en riesgo sus vidas y las de testigos protegidos al identificar a Hernández como “una figura central en una de las mayores conspiraciones de narcotráfico del mundo”. ¿Qué incentivo les queda si, al final del proceso, un político invalida el trabajo de años con un decreto? ¿Cuántas operaciones se podrán ver debilitadas por el mensaje de que capturar a una figura del crimen organizado puede terminar siendo inútil? También se deslegitima, de un plumazo, el trabajo técnico de los fiscales que probaron cómo operó un narcoestado desde la Presidencia hondureña entre 2014 y 2022. Y, por último, se socava la autoridad de un juez que impuso la condena con fundamento jurídico sólido, más una multa de $8 millones.
América Latina, a la vez, recibe el desalentador mensaje de que la persecución al narcotráfico no depende de las pruebas, sino de la utilidad política. Precisamente, eso sucedió en Honduras. El anuncio del perdón se produjo dos días antes de las elecciones hondureñas y, desde su propia red social, el mandatario norteamericano pidió el voto para Nasry Asfura, candidato del Partido Nacional, el mismo que llevó a Hernández al poder. Con ello, convirtió el indulto en instrumento de influencia electoral y no en un acto de justicia.
La decisión, además, propina un severo golpe a la cooperación judicial entre Estados. Agentes policiales, fiscales y jueces reciben el mensaje de que todo un esfuerzo coordinado para llevar ante la justicia a un señalado como pez gordo del narcotráfico puede desvanecerse si, al final, el poder político decide anular una condena por considerarla “dura e injusta”. Con ello, la colaboración internacional queda sobre arena movediza.
Es más, para países de la región con sistemas judiciales frágiles y permeables a la presión política, el caso Hernández será una recurrente excusa cada vez que Estados Unidos intente cuestionar procesos locales. Habilita, entonces, que otros reproduzcan el mal ejemplo que ahora da la Casa Blanca.
Lo sucedido ya se presta para restar coherencia a la “guerra” de Trump contra las drogas, incluso dentro del mismo Partido Republicano. El senador Bill Cassidy lo resumió con una pregunta: “¿Por qué indultaríamos a este tipo y luego perseguimos a Maduro por traficar drogas en Estados Unidos?”. Su colega Thom Tillis agregó: “Es confuso decir, por un lado, que deberíamos considerar invadir Venezuela por narcotráfico y, por otro, dejar ir a alguien” condenado precisamente por facilitar toneladas de cocaína hacia EE. UU.
Y es que el juicio contra Hernández mostró cómo se configuró un narcoestado en Honduras. Los testimonios evidenciaron que se pavimentaron carreteras en zonas remotas no para favorecer a ciudadanos, sino para acelerar el transporte de cocaína; se permitió a policías y militares dar protección a cargamentos, y los carteles financiaron elecciones municipales, legislativas y presidenciales. Declaraciones bajo juramento describieron cómo el Chapo Guzmán entregó $1 millón a la campaña de Hernández; cómo este prometió “meter la droga en las narices de los gringos”, o cómo su hermano Tony, condenado a cadena perpetua, coordinaba envíos y cobraba sobornos. Las consecuencias humanas fueron enormes porque Honduras llegó a tener la mayor tasa de homicidios del mundo, producto de la guerra entre bandas.
Frente a todo esto, el mensaje que termina imponiéndose es desolador. Si realmente existiera una guerra contra las drogas, Trump nunca habría perdonado a quien ayudó a inundar Estados Unidos de cocaína. Su decisión contradice sus propias acciones militares en la región y debilita la narrativa que dice sostener.
