
Los costarricenses debemos abrir los ojos: el país está sufriendo una emergencia sanitaria que cobra vidas jóvenes todos los días. Los homicidios y lesiones autoinfligidas ya se convirtieron en la principal causa de muerte entre personas de 13 a 35 años, una tragedia que refleja años de abandono social y la creciente capacidad del narcotráfico para atrapar a una población que debería estar estudiando, trabajando y construyendo futuro.
Las cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) hablan por sí solas. Hasta hace dos años, la principal causa de muerte de jóvenes eran los accidentes de tránsito, pero todo cambió en 2023. Ese año se registraron 424 decesos por percances viales y 555 por ataques armados. En 2024 continuó esa tendencia, con 413 víctimas en carreteras y 542 por homicidio.
Para dimensionar el problema, de los 880 asesinatos que hubo en el país el año pasado, el 61,5% se dio contra personas jóvenes, como lo expuso la periodista Irene Rodríguez en el reportaje "Cambia la primera causa de muerte en jóvenes de Costa Rica“, publicado el 13 de noviembre.
Esta mortandad prematura (antes de los 70 años), advierte el INEC, ya está golpeando la esperanza de vida masculina, porque son muertes concentradas en la edad más productiva. Además, la violencia no perjudica a todos por igual. Depende del lugar donde se nace o se reside.
Como referencia, en 2024 la mortalidad por homicidios entre personas de 13 a 35 años fue de 10,5 por cada 100.000 habitantes. Ese año, algunas provincias registraron indicadores muy por debajo del promedio nacional, como Alajuela (5,2) y Heredia (5,7). Otras, por el contrario, casi duplicaron esa tasa, como Limón (19,5) y Puntarenas (26,5). La brecha entre provincias es notable: Guanacaste presentó una tasa de 11; Cartago, 9,8; San José, 8,5; Heredia, 5,7, y Alajuela, 5,2, lo que evidencia marcadas diferencias territoriales en el impacto de los homicidios.
Las cifras de este año también son desalentadoras. De los 815 asesinatos registrados hasta el jueves 4 de diciembre, el 66% corresponde a personas de 18 a 39 años y el 63% de los casos son “ajustes de cuentas/venganza” entre bandas del crimen organizado. Y hay un dato que dice mucho: el 90% de las víctimas son hombres.
Para quienes sostienen el discurso de que “se matan entre ellos”, la estadística los desmiente. En lo que va del año murieron 81 inocentes producto de balaceras (62 hombres y 19 mujeres).
Zuriely Guevara, una enfermera de 30 años de Limón, es una de ellas. La tarde del lunes pasado, día feriado, estaba sentada frente a su casa, con su madre, cuando recibió dos disparos de sicarios que intentaban atacar a un hombre que estaba cerca de ellas. La violencia se transformó en un fenómeno epidemiológico y, por eso, en un problema de salud pública.
No es solo por penetración del narco; es ausencia del Estado. Durante años se debilitó la inversión social; se recortaron subsidios, becas y bonos de vivienda, y se precarizó la educación y la generación de empleos. No hay que hacer mucho análisis para concluir que el narcotráfico entró en las zonas más abandonadas para llenar, con dinero a cambio de servicios, el vacío que dejaron este y otros gobiernos. “Si bien el narcotráfico puede estar inmerso en muchas capas sociales del país, los muertos los ponen los menos favorecidos. No es el capo que está en los condominios, sino los jóvenes que enfrentan mayores limitaciones sociales y son reclutados para perpetrar muchos de estos asesinatos”, explicó Eugenio Fuentes, profesor de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Costa Rica.
A eso se suma el cuestionamiento de Michael Soto, director a. i. del Organismo de Investigación Judicial (OIJ): “Si hace 20 o 30 años se hubiera trabajado con los adultos del momento, tal vez no estaríamos viendo este problema tan grande”.
Las soluciones, entonces, no están solo en aumentar operativos policiales ni construir o llenar más cárceles. La violencia homicida contra jóvenes exige una política integral, sostenida y a largo plazo, para que las instituciones del Estado le arrebaten al crimen organizado los territorios que tienen tomados. Esa estrategia implica devolver la esperanza con infraestructura, bonos para aspirar a una vivienda digna, fortalecer programas de educación técnica que abran oportunidades de empleo y becas para continuar estudios y reducir la deserción.
Paralelamente, es fundamental que el Ministerio de Seguridad Pública recupere el control en territorios dominados por el narco. Porque el involucramiento de jóvenes no siempre es por dinero, sino por vínculos de lealtad hacia el grupo donde están o por miedo: “Si no mato, me matan”, es una de las conclusiones de Rodolfo Calderón Umaña, investigador de la Escuela de Antropología y Sociología de la UCR.
Las causas están identificadas; lo que falta son soluciones. Con 3,7 millones de ciudadanos empadronados para votar, es momento de exigirlas a quienes aspiran a gobernar a partir del 8 de mayo del 2026. Mantenernos como estamos nos condena a seguir viviendo con la violencia a unos metros. Seguir en la inacción solo garantiza que la violencia crezca, que más familias queden marcadas por el duelo y que el país siga perdiendo a quienes deberían ser su mayor promesa.
