Entre risas y pasos en la arena, un grupo de amigos decide abandonar la playa y caminar por la calle principal de una concurrida zona turística del Pacífico central costarricense. Algunas mujeres aparecen en las esquinas, pero no llaman su atención, pues su presencia es ya habitual allí.
Prefieren alejarse del bullicio y del caos que cada noche emerge en el centro, y la fachada de un restaurante llama su atención. Luces decoran la entrada y una mujer los recibe de forma cordial. Aunque su rostro luce sereno, está asustada y necesita ayuda, pero no puede decir nada.
Llevaba siete meses encerrada bajo amenazas, en una de trece habitaciones ocultas detrás de la estructura de ese local. Algunos clientes desconocen lo que allí ocurre. Otros lo saben, pero se aprovechan y pagan para satisfacer sus placeres.
En las zonas costeras, el turismo y la pobreza crean terreno fértil para la trata de personas con fines de explotación sexual. Sin embargo, las estadísticas oficiales no permiten dimensionar la problemática. El testimonio de Ana, una sobreviviente, de 32 años, expone la violencia de este delito, que opera a través del miedo y arrebata la libertad de cientos de mujeres, adultas y niñas, en Costa Rica.
La semana pasada, siete años después de esta amarga experiencia, Ana accedió a contarle a La Nación cómo fue el infierno que vivió.
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Agresiones desde la infancia
Ana nació en Managua, Nicaragua. Este no es su nombre real, pues prefirió mantener su identidad en resguardo por su seguridad.
Su infancia fue distinta a la de otras niñas. Su madre cayó en las drogas tres meses después de su nacimiento y creció bajo la tutela de su padre y su madrastra, entre maltratos, abusos sexuales, golpes y restricciones en su hogar.
“A veces llegaban (los vecinos) a pedirle permiso para que yo jugara, pero ella decía que no, que afuera solo andaban las mujeres de la calle”, lamenta. A través de la ventana los vio crecer, al tiempo que lo hizo ella.
A los 13 años dejó su casa y fue acogida por un grupo de jóvenes dedicados al robo. Ella operaba con cierta torpeza y, en menos de un año, fue detenida y trasladada a un albergue administrado por una organización de bien social. Ahí, entre víctimas de violencia y menores en situación de riesgo, conoció a su mejor amiga, Karla, y a quien sería el padre de su hijo.
Salió del albergue a los 18 años y, a los 22, tuvo a su niño. Sin embargo, perdió contacto con ambos: el padre cayó en las drogas y de Karla no volvió a saber nada hasta tres años después de dejar la organización.
“En Messenger la vi a ella con sus dos chiquitos acá en Costa Rica y le mandé un mensaje (...). Ella me dice que con sacar el pasaporte iba a ganar mucha plata (en Costa Rica), $200 por semana en una soda o en un restaurante”, recuerda.
No se tardó mucho en llevar a cabo los trámites y llegar a Peñas Blancas con su hijo, entonces de tres años. Luego de varias horas de viaje, Karla la recibió en su casa, al lado del río Virilla, en la León XIII. Corrían los últimos meses del 2017 o inicios del 2018.
Una de 15 mujeres
Durante tres semanas Karla fue amable, pero pronto le dijo que debía encontrar trabajo. “Comenzó a buscar lugares en Facebook. Pero eran personas conocidas de ella, que ella ya tenía en Jacó”, en Garabito, Puntarenas, recuerda.
Karla le aseguró que no podía llevar al niño, pero que ella lo cuidaría tal como lo hacía con los suyos, y que mientras ganaba un poco de dinero, su hijo ingresaría a la escuela.
“Ahí vas a hacer limpieza y, eso sí, el señor es bien exigente. No digas que no a nada”, afirma que le dijo Karla. Entonces, Ana emprendió su viaje y llegó al restaurante.
La ingresaron a su cuarto, uno de los 13 que había en el sitio, y así se sumó a la lista de al menos 15 mujeres, incluso menores de 9 años, privadas de su libertad.
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Le quitaron su teléfono celular, bajo el argumento de que no le haría falta nada. El propietario, alto, recio y con un arma en el cinturón, le manifestó que, una vez ahí, de poco le serviría gritar, pues las otras personas en el sitio también estaban armadas.
“Esa gente es bien peligrosa”, le dijo Karla en una última llamada, cuando la contactó para pedirle explicaciones. Le recordó que tenía a su hijo, y que si denunciaba, lo entregaría al Patronato Nacional de la Infancia (PANI). “No podés hacer nada porque no tenés papeles”, fue la advertencia que Ana recibió de la mujer.
Entonces, comenzó un martirio que se extendió durante siete meses.

‘A una casi la apuñalan’
“Llegaban hombres hasta sin bañarse, personas en condición de calle, señores sin dientes o con los dientes podridos, asqueroso”, evoca.
Hasta siete hombres entraban a su habitación a diario, algunos más violentos que otros.
“Lo obligaban a uno a hacer cosas que uno no quería (...). Hay unos que hasta nos pegaban. A una casi la apuñalan, imagínese”, lamenta.
Con pesar describe a sus compañeras; algunas con enfermedades de transmisión sexual, obligadas a continuar laborando, sin percibir ningún porcentaje del dinero que pagaban por encuentros con ellas.
Recuerda a una joven oriunda de Desamparados, delgada, de pelo largo y negro. Ahí, en las habitaciones, mantenía a sus dos hermanas menores. No precisa la edad de la más joven, pero la mayor de ellas tenía solo 9 años. Otra de sus compañeras apenas cumplía los 15. “Todo el tiempo vivía llorando”, lamenta. La muchacha acumulaba ya un año de vivir encerrada y llegó ahí engañada por su propia pareja.
En 2024, la Fiscalía Adjunta contra la Trata de Personas y el Tráfico Ilícito de Migrantes abrió 96 causas en todo el país, e identificó a 100 víctimas, de las cuales 69 fueron explotadas sexualmente.
Hasta el 8 de agosto de este año, se habían iniciado 48 causas y se reconoció a 36 personas como víctimas de explotación sexual.
Para Eugenia Salazar, fiscala en dicha instancia, este delito ocurre en todo el territorio nacional, pero en las zonas costeras, el turismo, los bajos índices de desarrollo y la falta de oportunidades, generan terreno fértil para que personas o grupos criminales se den a la tarea de captar víctimas.
“Hay localidades donde, me parece a mí, que hay una débil respuesta institucional, hay una débil detección, hay dificultades para la referencia hacia la Fiscalía”, añade.

‘Lo tiran a uno al piso, lo escupen’
Las mujeres despertaban temprano y se turnaban la limpieza en grupos de tres. Algunos clientes arribaban al amanecer, otros simulaban llegar al restaurante a consumir y terminaban en las habitaciones. Los encargados, explica Ana, ofrecían a las mujeres como si fuesen objetos de catálogo.
“Solo las más bonitas podían salir”, explica, bajo el entendido de que el “cliente” pagaba un monto más elevado.
“Seguro se las llevaban al mar”, teoriza.
Así como en ese restaurante, asegura que esta actividad se realiza en otros establecimientos de la zona, que usan servicios legítimos para encubrir operaciones delictivas.
Ana escapó la única vez que le permitieron viajar a San José para ver a su hijo, eso sí, acompañada de su jefe. En un restaurante en la capital pidió llevar al niño al baño, corrió lo más rápido que pudo, tomó un taxi y nunca regresó.
“Llega un momento en el que uno se siente como si fuera una basura. Uno se siente tan mal, no tiene valor de nada, ni monetario, ni como ser humano”, cuenta con la voz cortada.
“Lo tiran a uno al piso, lo escupen; uno se encuentra de todo ahí. Es horrible”, dice entre lágrimas.
“Cuando yo salí de ahí, mi niño andaba prácticamente como un indigente, no tenía ropa, ni zapatos”, ni Ana, ni su hijo recibieron dinero durante los 7 meses.
Hoy teme interponer una denuncia, por su seguridad y la de sus allegados. El sitio, en esa concurrida zona turística, en apariencia, continúa operando.
Ana pasó meses en la calle hasta que una joven en una situación similar le comentó sobre la Fundación Rahab, una organización sin fines de lucro dedicada a la lucha contra la trata y el tráfico de personas.
Desde su fundación, hace 28 años, ha atendido a 3.109 víctimas de estos delitos.
Ahí recibió ayuda psicológica y, a través de cursos, se prepara para ingresar al mercado laboral. A través del número 8858-0589 reciben donaciones vía Sinpe Móvil, las cuales son deducibles del impuesto sobre la renta.
Una realidad conocida por Alcaldía de Garabito
Francisco González Madrigal, alcalde de Garabito, es consciente de esa realidad que aqueja al cantón. Según sus declaraciones, se trata de un paraíso turístico de 350 kilómetros cuadrados que debe enfrentar la problemática de un área comercial específica.
“Hay 200 metros en Jacó que es un área comercial que nunca se mejoró. Comercios que les dieron patentes que no van con su giro comercial, por ejemplo las salas de masajes; son 12 que estamos interviniendo, porque hay que actuar.
“No tenemos el apoyo que quisiéramos de otras instituciones, y entonces hacemos operativos y vamos con acciones creativas”, manifestó.
Por ejemplo, apeló a la aplicación de la ley 7600, sobre acceso a personas con discapacidad. Esta facilitaría cerrar locales que incumplen la normativa específica pero que, además, tienen una fachada falsa y que ofrecen otro tipo de servicios.
“Hay fachadas falsas de un spa administrado por mujeres que lo protegen (...). Sé que los masajes que dan ahí, no son los masajes propios de este tipo de negocios formales”, dijo.
También habla de clausurar locales informales y pintar líneas amarillas en las aceras donde se identifique aglomeración de carros estacionados en las madrugadas, especialmente donde haya sospecha de reuniones en bares clandestinos.
Según reitera González, desde que llegó a la alcaldía, en el 2024, sabía de esta problemática y por ello ha impulsado a la comunidad como ciudad deportiva.
“La gente denuncia más porque nos lo cuentan directamente, padres de familia, gente y organizaciones comunales y eso nos ayuda; es una suerte de inteligencia comunal que nos permite movernos. Estamos viendo el problema de la prostitución, pero además el problema de desempleo, de niños que no van a estudiar”, explicó.
Solo tres casos registrados en vía judicial
Hasta el momento, la realidad en las costas se conoce a través de la experiencia de expertos, o por los testimonios de sobrevivientes; sin embargo, es complejo precisar la dimensión real del problema a través de los datos.
Por ejemplo, entre 2019 y junio de 2025, el OIJ registró solo 3 casos de trata y tráfico de personas en Jacó. En Tamarindo, Guanacaste, solo uno en el mismo periodo.
Estos datos, señala la fiscala Salazar, se explican porque la mayoría de las denuncias se atienden en la Fiscalía contra la Trata. La entidad trabaja en una herramienta que permitirá, a partir del primer trimestre del 2026, identificar los sitios donde ocurren estos delitos, por ahora desconocidos.
Por su parte, entre enero del 2020 y junio del 2025, la Coalición Nacional contra el Tráfico Ilícito de Migrantes y la Trata de Personas ha acreditado 283 víctimas de estos delitos.
Omer Badilla, director de la Dirección General de Migración, afirma que la cifra real es mayor, ya que el temor a denunciar y la falta de conocimiento sobre el delito dificultan el seguimiento de los casos. El departamento de prensa de la institución afirmó que, por el momento, tampoco cuenta con datos desagregados por ubicación.
Colaboró en este reportaje el periodista Juan Fernando Lara Salas.
