No existe cárcel segura si un reo puede ordenar un homicidio desde su celda. Menos aún cuando, incluso en la Unidad de Máxima Seguridad, los reclusos acceden a celulares que les permiten hacer llamadas y navegar por Internet dentro de un sistema penitenciario que debería impedir no solo el ingreso de estos dispositivos, sino también el acceso a la señal.
Esa permisividad favorece al crimen organizado, mientras el Ministerio de Justicia, como administrador de los centros penitenciarios, responde a los cuestionamientos con excusas, no con soluciones.
El caso más reciente evidencia la gravedad de los delitos que ocurren. El Organismo de Investigación Judicial (OIJ) reveló el 9 de julio que sorprendió a George Michael Paniagua, alias Curry, y a Tony Peña Russell, alias La T, dos de los presuntos cabecillas más peligrosos del crimen organizado, con celulares, pese a estar aislados y bajo “alto control”.
En el caso de la presunta banda de Curry, quien descuenta una pena de 24 años, el director de la Policía Judicial, Randall Zúñiga, sospecha que el grupo habría ordenado 15 homicidios desde prisión. Igual de extremo es el caso de Peña Russell, supuesto cabecilla de una organización de sicariato recluido en Máxima Seguridad: a él, el OIJ le ha decomisado tres celulares. Sí, tres en diferentes momentos.
Zúñiga se quejó el miércoles pasado del “debilitamiento en los controles del sistema penitenciario”. Su señalamiento no es nuevo. El 18 de diciembre anterior fue más contundente al decir que el aumento significativo de homicidios desde 2019 hasta 2024 está relacionado directamente con el ingreso masivo de celulares a las cárceles.
La cifra oficial no deja dudas: 7.000 celulares fueron decomisados entre 2022 y 2024, una cantidad que, aunque muestre un supuesto control eficaz, más bien refleja la magnitud del ingreso ilícito por el rentable negocio para quienes se prestan para introducirlos. En prisión, el valor de un teléfono se multiplica porque cada uno representa poder y dinero para quien logra tenerlo.
Justamente, el poder económico que se mueve en las prisiones queda evidenciado con el tráfico de drogas. Un informe de la Unidad de Información y Estadística del Instituto Costarricense sobre Drogas (ICD) reveló que solo entre 2020 y 2021 se confiscaron en las cárceles cargamentos equivalentes a ¢2.000 millones.
¿Cómo ingresan a los presidios tantas drogas y celulares? La respuesta se sabe desde hace años: los controles en los accesos son sumamente vulnerables y carentes de tecnología efectiva. Se apuesta, principalmente, a los detectores de metales y a revisiones manuales. Lo efectivo sería invertir en escáneres corporales, idénticos a los de los aeropuertos.
La excusa es que son muy costosos, aunque dinero hay. Lo que falta es definir las prioridades. El Ministerio de Hacienda no tuvo problemas, por ejemplo, para disponer de ¢2.600 millones para construir unas cárceles de carpa que nunca se hicieron por los cuestionamientos a su poca vida útil. ¿Por qué no destinar ese dinero a los citados aparatos?
Necesitamos blindar las cárceles existentes contra el crimen organizado. Y eso se logra con decisiones firmes y coherentes que impidan que un teléfono entre, se oculte y se active dentro de los centros penales. Se requiere, además, investigar y sancionar con severidad a quienes –desde dentro– facilitan la entrada de dispositivos.
Otro punto es el bloqueo efectivo de las señales celulares dentro de los centros penales. Si el sistema falla, como parecen decirlo los hechos, lo primero es consultar a países de primer mundo cómo afrontan este problema. Lo segundo es que el Ministerio de Justicia exija a los operadores de telecomunicaciones una tecnología de punta efectiva para lograrlo. Porque no solo hablamos de las 15 (o más) vidas que se habrían perdido por órdenes dadas desde prisión. También sabemos que las estafas bancarias se originan, sobre todo, desde las celdas, como lo ha reiterado el OIJ. Solo el año pasado, se reportaron 7.227 fraudes bancarios con pérdidas por ¢4.400 millones y $3,2 millones.
Insistimos: si desde las cárceles se genera tanto sufrimiento a quienes viven en libertad, es fundamental invertir el dinero en lo prioritario: frenar las telecomunicaciones de los delincuentes con el exterior.
A esto se suma otra necesidad hasta ahora desatendida por el gobierno: el déficit de 2.722 policías penitenciarios, como advirtió la semana pasada la Defensoría de los Habitantes, un faltante crítico que pone en riesgo el orden y control interno. Vital, también, es fortalecer la lucha contra la corrupción interna.
Es fundamental que el Ministerio de Justicia reaccione con contundencia frente a las permisividades que persisten en las prisiones, porque lo mínimo que esperamos los ciudadanos es que, si un juez envió a alguien a cumplir una condena, la medida sea para impedirle seguir cometiendo delitos, no para que continúe liderando su banda y delinquiendo cómodamente desde su celda.

