
La sociedad costarricense, mediante su institucionalidad, tiene el deber de velar por la integridad, la seguridad y el desarrollo de las personas menores de edad; también, de hacer que asuman las consecuencias por actos que, eventualmente, violenten la ley, previo un debido proceso que, precisamente, respete sus derechos.
Los fundamentos humanos de esta afirmación son obvios. Sin descuidar otros, los niños, niñas y adolescentes constituyen el grupo etario más vulnerable de cualquier sociedad. Es por este motivo que, de acuerdo con nuestra Constitución, los tratados internacionales de que somos parte –en particular la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada en 1990– y las leyes que hemos aprobado tienen una tutela especial en Costa Rica.
El artículo 13 del Código de la Niñez y la Adolescencia, vigente desde 1998, lo establece con claridad: “La persona menor de edad tendrá el derecho de ser protegida por el Estado contra cualquier forma de abandono o abuso intencional o negligente, de carácter cruel, inhumano, degradante o humillante que afecte el desarrollo integral”. Es un mandato que abarca, según añade, al “Patronato Nacional de la Infancia, el Instituto Mixto de Ayuda Social y el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social”, por sí mismos y mediante la creación de redes institucionales y la interacción con la sociedad civil”.
Por su parte, la Ley de Justicia Penal Juvenil, de 1996, asegura que a los menores se les garanticen y respeten todos sus derechos, con particular atención a su vulnerabilidad. A la vez, establece los procedimientos especializados y las sanciones penales correspondientes cuando se demuestre que existieron delitos, así como las formas de cumplirlas.
Es a la luz de estos referentes, que hemos resumido de la manera más sintética posible, que debe abordarse un problema creciente. Nos referimos a la violencia en el seno de los albergues del Patronato Nacional de la Infancia (PANI), y a las fugas y transgresiones que, fuera de ellos, cometen menores bajo su cuidado que están en conflicto con la ley o presentan conductas agresivas.
Los datos son reveladores. Según documenta un reciente reportaje de nuestro periodista Julián Navarrete Silva, publicado en la Revista Dominical, de los 1.990 niños, niñas y adolescentes que, a falta de un entorno familiar, permanecen en los 46 albergues del PANI, 134 enfrentan procesos en la Fiscalía o juzgados penales juveniles, 199 han sido referidos a estos, y 144 reciben atención especial por consumo de sustancias adictivas. Los condenados ingresan a centros penales apropiados.
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El desafío es de gran magnitud y debe abordarse con la seriedad que reclama, no con simplismos, evasiones o traslado de responsabilidades. Lo que se requiere es que, en el marco de la ley, de la presunción de inocencia, el debido proceso, los derechos de las víctimas y también de los posibles transgresores, se desarrollen acciones para garantizar tanto la paz y tranquilidad de los albergues, como para evitar acciones violentas fuera de ellos por algunos de sus ocupantes.
Los menores que son institucionalizados es porque viven en condiciones dramáticas, de las cuales, con gran frecuencia, se generan traumas, adicciones o conductas delictivas. Estas últimas han aumentado al extremo entre los jóvenes, producto del deterioro social, la falta de adecuadas políticas de prevención y la tentación del dinero fácil, sobre todo si caen en las guarras de la delincuencia organizada. Los datos del último informe del Estado de la Justicia son reveladores en este sentido.
Cuando esos casos terminan en la jurisdicción especializada, los jueces deben actuar con apego a la ley. Esto implica, entre otras cosas, que, mientras no concluya el proceso, los menores procesados no pueden ser enviados a la calle si carecen de un hogar que los acoja. Además, la eventual reclusión preventiva en un penal juvenil solo es posible en situaciones excepcionales. Como resultado, corresponde al PANI la responsabilidad de acogerlos, y de adecuar sus políticas, procesos y tratamientos a una realidad que se ha estado anunciando desde hace años.
Cuando su presidenta ejecutiva, Kennly Garza, declara que no les toca “trabajar a la persona que delinque”, tampoco dar “seguimiento de los detonantes de la conducta delictiva” o “transformar los elementos que hacen que una persona vaya a cometer un delito”, comete un craso error. Y lo agrava al añadir: “Eso le corresponde a otra institución”. Primero, asume, sin base probatoria alguna, una tarea que corresponde a la justicia: determinar quién ha delinquido o no; segundo, elude la responsabilidad compartida, pero que en primer lugar tiene el PANI, de proteger, orientar y hacer lo posible por reinsertar socialmente a los menores en agudo riesgo.
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Esta actitud evasiva, que no solo es de ella, debe cesar y dar paso a planes proactivos que, en coordinación con el Poder Judicial y otras instituciones, aborden tan enorme desafío de manera conjunta, en apego a los mandatos de cada parte y, sobre todo, de la ley. Hasta el momento es casi nada lo que se ha planteado al respecto. Mientras esto no ocurra, el problema seguirá aumentando y su impacto cada vez será mayor.
