Cuando Sandy Quirós escuchó que una danta había sido arrastrada por el río, se apresuró. Salió hacia la jungla, con la frente acariciada por el sol, buscando un sitio solo accesible a pie. La avistaron con vida, por fortuna, y para rescatarla debieron sedarla; timonearon montados en una chinga, a paso lento, mientras se apagaba el cielo.
Ingresaron al centro de rescate Las Alturas, con la danta de unos 300 kilos. La colocaron sobre la camilla, esa fría y metálica acostumbrada a sostener a tanto animal herido, pero no alcanzó a completar el protocolo de atención. Falleció. Y sin tiempo, ni ganas, para quejarse o asimilar su dolor, la veterinaria buscó la pala. Ella misma la enterró.
Al igual que sus colegas, Sandy ha rescatado preciadas especies en travesías costeadas de su bolsillo, durmiendo en viveros o cuáles posadas encuentren. Poco probable sería un hotel. Y no se trata de una excepción: en un país que proclama orgullo por su biodiversidad, el personal de los centros de rescate de vida silvestre hace malabares para atender miles de víctimas de atropellos, electrocuciones, enfermedades infecciosas, crías huérfanas, y las atroces agresiones infligidas por los humanos.
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Luto incesante
Si usted ha visto algún oso perezoso en un árbol vecino o un pizote se le ha atravesado en el camino, quizás se le ha ocurrido que sería vacilón adoptarlos. Tenerlos como mascota, darles de comer, que le acompañen en su quehacer. En cierta medida, los veterinarios y biólogos lo hacen: permanecen a su lado durante meses o años, los nombran y vigilan para garantizarles una vida mejor. Pero a medida que se encariñan, más difícil les resulta separarse del duelo, ese que viven a diario.
Aunque procuran concentrarse en el aspecto médico para brindarles la mejor atención, no son inmunes a su sufrimiento. Se ilusionan cuando responden bien al tratamiento, toman sus medicamentos y comen con naturalidad. Presencian aullidos, cojeras, pieles abiertas. Nada logra apaciguar el sentimiento de encontrarlos muertos.
En sus hogares, los carcome el recuerdo. “Las imágenes no se van, se cubren con otra. El caso anterior, el caso feo que tengo en la mente, no se va a ir, sino que más bien se va a cubrir por el siguiente. Es desgastante”, dice Francisco Sánchez, el veterinario a cargo del centro International Animal Rescue Costa Rica, en Nosara, Guanacaste.
“Siempre se anda nervioso. Siempre que suena el teléfono, cuando mis compañeros me llaman, les digo ‘no me saluden, díganme de una vez qué pasó’. Siempre andamos en modo alerta, con miedo de que algún animal esté enfermo y que uno esté de momento largo, o que encontraron a alguno muerto”.
— Martha Cordero, veterinaria de Las Pumas

Ciertos incidentes les arrebatan el sueño. Para Martha Cordero, del refugio Las Pumas en Cañas de Guanacaste, fue el de un mono con el rostro atravesado por la electricidad; aún recuerda sus pómulos hinchados, los huesos expuestos y las infecciones que lo consumían. Para Sandy, el llanto de un delfín; para Francisco, un bebé venado atropellado.
La parte más dura, según relatan, es la crueldad de los humanos hacia los animales. Atender tucanes disparados con un rifle de copas, o coyotes recién nacidos con la pelvis fracturada, los frustra, los enoja, los hace llorar.
Tales atrocidades los empujan a aplicar la eutanasia, una medida para liberarlos de su malestar. “Son callejones sin salida, donde usted dice ‘me voy a enfrentar a este animal que viene grave y si viene muy mal tengo que eutanasiarlo’. Y la verdad es que la mayoría de veterinarios no disfrutamos para nada la eutanasia, porque la idea de uno siempre es salvar”, afirma Martha.
“La eutanasia es un acto de compasión. No es una salida fácil, pero es pensando siempre en el animal”, secunda Isabel Hagnauer, veterinaria del Rescate Wildlife Rescue Center, antes Zooave, el mayor refugio de vida silvestre en el país.
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Encima, por estas decisiones inherentes a su labor, muchos se convierten en víctimas de acoso cibernético. Les critican por todo: por dejar en cautiverio a los animales, por sedarlos, por eutanasiarlos, por no salvarlos. Algunos optaron por abandonar redes sociales, otros persisten convencidos de que la población debe conocer los daños que acechan a la fauna.
Parte del desconocimiento ambiental se refleja en los santuarios, donde habitan los animales silvestres que, de otra manera, no podrían sobrevivir en libertad. Allí reciben cuidados hasta sus últimos respiros, pero a menudo son vistos como una atracción.
Tomemos el caso de los capibaras, esos roedores semejantes a las guatusas (propias de Costa Rica, pero de menor tamaño). Cuando la Fuerza Pública decomisó cinco ejemplares, víctimas del tráfico de especies, el país se envolvió en un frenesí. Ya eran el animal más popular del entorno digital, y su llegada volcaba la idea de tener que viajar al sur para conocerlos.
Como estaban de moda, se desplegaron filas para entrar al santuario y verlos. Lo que se ignoraba era que habían llegado en pequeñas cajas, deshidratados, tras un trayecto incierto de miles de kilómetros. Los veterinarios habrían supuesto que su trabajo consistiría en vigilar su adaptación al entorno, pero también debieron prestarle atención a los humanos: les lanzaban comida, objetos como paraguas, y se brincaban las barandas para acariciarlos.
“Tenemos bastante rotulación de las especies que tenemos, de cuáles son las historias, por qué están acá y por qué esto es un santuario, no un zoológico. Nosotros no nos los dejamos porque los queremos dejar, no mandamos a traer a los animales. Todos, en realidad, tienen una historia muy triste.
— Isabel Hagna, veterinaria del Rescate Wildlife Rescue Center
Dificultoso financiamiento
Aquellas loras a las que sus “dueños” sirven gallo pinto en el desayuno y pan con café por la tarde, visitan con frecuencia el Rescate Wildlife Rescue Center. Suena como algo “sencillo” de solucionar, pero atender a cada lora cuesta entre ¢1,5 y ¢2 millones, y en esta organización reciben más de 200 aves al año.
En Costa Rica, la mayoría de refugios de vida silvestre operan bajo financiamiento internacional y donaciones de la sociedad civil, pero ante el creciente número de animales atendidos, su continuidad puede verse comprometida. Y allí entra en juego la ayuda estatal, que suele quedarse corta.
Algunos santuarios sostienen un convenio de cooperación con el Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac), institución que les gira dinero para atender casos puntuales de animales rescatados por sus funcionarios. Generalmente cubren la atención primaria, como los primeros auxilios, pero no la rehabilitación.
Para el caso de Rescate Wildlife Rescue Center, según la veterinaria Haugner, en 2024 recibieron ¢9 millones por parte del Sinac; empero, su costo de operación anual rondó los $450.000 (más de ¢227 millones).
Solo para la atención de un mono congo electrocutado, por ejemplo, gastaron ¢8 millones por una recuperación que tardó 45 días.
“¿Cómo se hace para financiarse uno mismo, solamente por el amor por los animales, cuando ya trabajás para una organización sin fines de lucro? Es como si hubiera un niño con una pierna fracturada y se le pida a un pediatra que vaya ahí y lo opere, con lo que tenga, y que también tenga que buscar al niño en medio de la selva”.
— Sandy Quirós, veterinaria de Las Alturas

Caso similar ocurrió en Las Pumas. A inicios de este año, funcionarios del Sinac trasladaron hasta allí a una puma atropellada, a la que llamaron Katira. Gracias a un convenio, el refugio recibió alrededor de ¢900.000 de fondos públicos; sin embargo, el monto total del tratamiento del felino –que sufrió una dislocación cervical y parálisis facial, y permaneció más de tres meses en recuperación– superó los ¢3,7 millones ($7.500).
“Lo que nos giró el Sinac equivale a menos del 2% del costo real. Pero es positivo, porque es algo que hace diez años no ocurría”, afirmó Esther Pomareda, bióloga de Las Pumas.
Pese a que ninguna institución pública contabiliza los accidentes por atropello de fauna silvestre en el país, el refugio Las Pumas, en conjunto con otros centros de rescate, registró que entre 2012 y 2025 se atropellaron 664 felinos en las carreteras nacionales. El 89% de ellos murió a causa del impacto.
Revista Dominical solicitó una entrevista con algún representante del Sinac para conversar sobre las medidas que aplica la institución para mitigar los accidentes a la vida silvestre, pero su oficina de prensa remitió la consulta al Ministerio de Ambiente y Energía (Minae), vía correo electrónico, desde el 8 de agosto. Al cierre de esta publicación, no se logró concretar un espacio.

Atropellos y electrocutaciones a fauna silvestre, ¿por la libre?
Si un conductor llama a la policía para reportar el atropello de un ocelote, lo más probable es que se le remita al Sinac. Allí, seguramente se le indique que puede esperar o retirarse, sin mayor problema. Se justifica, ya que en Costa Rica todavía persistenten vacíos para atribuir responsabilidades civiles en caso de electrocuciones y atropellos a la vida silvestre, pues no hay sanciones para este tipo de incidentes.
Lo más cercano, aunque se trate de un ámbito distinto, es la caza, la cual sí está tipificada en la Ley de Conservación de Vida Silvestre (n.° 7.317). En lo que va de 2025, el Ministerio Público ha recibido 10 expedientes sobre destrucción de nidos de especies en peligro de extinción y 9 relacionados con comercio, tráfico y trasiego de animales silvestres.
La legislación describe la caza como toda acción destinada a herir, apresar, capturar o matar a un animal silvestre, aquel que ha crecido y se ha desarrollado sin la intervención esencial de un ser humano. Solo se permite en control de poblaciones de alta densidad, como los venados en la Isla del Coco. En ese sentido, también se prohibe la caza deportiva, la cual aplica, por ejemplo, si se intentase atrapar un tepezcuintle.
En estos casos, las sanciones varían según el grado de amenaza de la especie afectada o si pertenece a una población reducida. También influye el sitio donde se cometa la infracción, con una sanción más severa si ocurre dentro de un área protegida.
Según explicó Walter Brenes, abogado penalista y ambientalista, las penas pueden extenderse hasta tres años de prisión, sumado al decomiso del equipo utilizado, e imponerse multas de salarios base. Aun así, el dinero recaudado no se destina a los centros de rescate.
“Yo he contado hasta 10 osos hormiguero atropellados en una sola noche, y eso es en un trayecto más o menos de 15-20 kilómetros”.
— Sandy Quirós, veterinaria de Las Alturas.

Ante la ausencia de regulaciones, el país sí ha avanzado en algunas medidas de prevención, como la construcción de pasos de fauna en la ruta 32 y la ruta 1, ordenados por la Sala Constitucional, con el fin de mitigar los atropellos.
Esto coincide con el análisis del Instituto Internacional de Conservación y Manejo de Vida de la Universidad Nacional (Icomvis). Joel Sáenz, su director, afirmó que los “puntos calientes” de atropellos, o zonas de mayor mortalidad, son aquellas carreteras que atraviesan bosques. Entre ellas, la carretera Interamericana Norte, la ruta 32 y la Ruta Chilamate-Vuelta Kooper.
Sobre los incidentes por electrocutaciones, ahora los centros de rescate puedan gestionar el costo de atención de los animales con el Sinac y las electrificadoras, de manera que sean estas últimas quienes lo asuman, según estipula el decreto n.° 44.329 del Minae de 2023.
“No es un delito como tal, porque la electrificación de un animalito podría ser una conducta culposa y no es dolosa, es decir, no es que las electrificadoras quieren que los animalitos se electrocuten, simplemente es por la existencia, por eso hay una responsabilidad objetiva”, explicó Brenes.
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¿Cómo mitigar la violencia a la fauna silvestre?
En un país con el 6% de la biodiversidad del mundo, sobran las razones para sentirse en sintonía con los vecinos silvestres. Y como tanto sufren a mano humana, mucho se ha dicho de la importancia de bajar la velocidad cuando se maneja, pero, ¿es esto suficiente?
Para los biólogos y veterinarios que los atienden, no. Coinciden en la necesidad aumentar penas y fortalecer el apartado ambiental en los planes de estudio, por ejemplo. Lo piensan por esos niños y niñas costarricenses que dibujan leones o elefantes cuando se les pregunta por algún animal, ignorando la existencia de una danta o una ranita verde, propias de su país.
Para Sáenz, quien ha trabajado en los últimos 15 años para conocer los patrones de atropellamiento en la carretera Interamericana Norte, también es necesario crear más campañas de concientización sobre los pasos de fauna aéreos y subterráneos. Y por qué no, dijo, una opción sería incorporar un apartado respectivo en el manuel teórico para obtener la licencia de conducir.
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Si a usted, como ciudadano, le nace realizar una donación a un centro de rescate de fauna animal silvestre, siempre será bienvenida. Otra forma de contribuir es mediante la aplicación gratuita iNaturalista, administrada por la Comisión Nacional para la Gestión de la Biodiversidad (Conagebio), en la que se puede registrar el avistamiento de cualquier animal, accidentado o no. Con el tiempo, estos reportes permitirán identificar las zonas donde ocurren más incidentes.
Asimismo, los expertos fueron exhaustivos en que, ya sea una playa o un bosque, nunca se les debe dar de comer o intentar tocar a los animales silvestres, ya que podrían estresarse o irrumpir su dieta. También se debe ser cuidadoso con las mascotas, pues pueden lastimar a las especies nativas del lugar.
La próxima vez que se tope a un animal silvestre, aprécielo y déjelo ser. Lo más seguro es que continuén con su curso natural, porque eso son.
“No puede ser posible que uno ande lastimando animales ahí en media calle y que eso sea normal. Ha llegado una cultura al país de que ver animales lastimados, heridos o hasta muertos se volvió normal”.
— Francisco Sánchez, veterinario de International Animal Rescue Costa Rica


