Tras ignorar el consejo de los especialistas, el presidente estadounidense, Donald Trump, acordó la noche del pasado sábado imponer aranceles a las importaciones provenientes de Canadá, México y China, de un 25% para las mercancías de los dos primeros y de un 10% adicional para las originarias del tercero. Si la imposición de aranceles innecesarios es en cualquier circunstancia una mala idea, hacerlo injustificadamente contra sus vecinos más cercanos, sus aliados naturales en infinidad de temas, y sus más importantes socios comerciales es simplemente descabellado. No sin razón, el Consejo Editorial del The Wall Street Journal la calificó como la guerra comercial más estúpida de la historia.
Al hacerlo, Trump desconocía las obligaciones del acuerdo que él mismo había renegociado en su administración anterior, destruía la confianza que se requiere para alcanzar este tipo de convenios y garantizarles seguridad a inversores y empresarios, y hacía añicos la credibilidad negociadora del gobierno de los Estados Unidos.
Las razones que dio la Casa Blanca para justificar las medidas fueron muy poco convincentes. Si bien la tragedia del fentanilo es un grave problema que merece ser tratado con seriedad, tal flagelo está lejos de resolverse con la imposición de barreras al comercio y no da mérito para semejante decisión. Como bien lo dijeron desde un principio el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, y la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ellos también sufren en carne propia las secuelas de la droga y solamente con el diálogo y una colaboración tripartita será posible llegar a resolver dicho problema.
Aún más ridículas fueron las declaraciones del mandatario estadounidense cuando afirmó que su país no necesita importar absolutamente nada de Canadá ni de México y repite que a su vecino del norte lo que le conviene es convertirse en el estado 51 de la Unión Americana.
Lo cierto es todo lo contrario. Las cadenas de valor que por décadas se han tejido entre los tres países hacen que sectores tan importantes como el de la manufactura de automóviles estén plenamente integrados, con insumos entrecruzando múltiples veces la frontera, al punto de que algunos predicen el colapso de dicha industria norteamericana si los aranceles persistieran por mucho tiempo. Igualmente, para el mercado estadounidense son importantes los productos agrícolas cultivados en México, los combustibles provistos por Canadá para los estados de Nueva Inglaterra, y gran variedad de materiales de construcción y otros bienes finales e insumos provenientes de dichos países.
La reacción de los mercados y de las contrapartes no se hizo esperar, lo cual llevó al anuncio de la imposición de aranceles de parte de estos, especialmente enfocados en los sectores estadounidenses más sensitivos, al igual que un boicot contra los productos originarios de Estados Unidos. Se teme así el inicio de una guerra comercial cuyas consecuencias son difíciles de dimensionar, pero que, indudablemente, no serían menores. Estimaciones preliminares indican que el costo de las tarifas estadounidenses anunciadas hasta ahora ascenderían a $233 billones.
El daño que innecesariamente infligiría el presidente Trump a los países vecinos y a los consumidores de insumos y productos finales de su propio país es grave y pronto se verían sus repercusiones locales en términos de mayor inflación, un incremento de las tasas de interés, un menor crecimiento económico, la introducción de distorsiones adicionales, y en el empleo.
Pero las consecuencias irían más allá; se trata de una declaración de guerra que nadie en su sano juicio entiende y nos pone a todos sobre aviso, particularmente a sus demás aliados políticos y socios comerciales, incluyendo a nuestro país.
De hecho, la administración Trump ya ha amenazado con imponer aranceles también a los bienes originarios de la Unión Europea, así como a microcomponentes y productos farmacéuticos de cualquier origen, e incluso universales. Ante la posibilidad de enfrentar aranceles arbitrarios y la actitud impredecible de quien hasta ahora se ha considerado el líder del mundo libre, la reacción natural de los países será forjar nuevas y más confiables alianzas, identificar socios más razonables, diversificar aún más sus mercados, y prepararse para el surgimiento de un nuevo orden internacional.
Recordemos con preocupación que la última gran guerra comercial, originada por la imposición de aranceles mediante la Ley Smoot-Hawley de 1930, agravó los efectos del desplome de la Bolsa de Valores del año precedente y los de la Gran Depresión de la década siguiente, con efectos devastadores para millones de personas, lo que finalmente dio paso a la Segunda Guerra Mundial.
Dichosamente, en el caso de Canadá y México, las medidas anunciadas se han pospuesto y se ha abierto un espacio de negociación. Esperamos que prevalezca la sensatez; de lo contrario, si la actitud demencial actual continúa, debemos prepararnos para enfrentar tiempos muy difíciles.

