La Junta de Administración Portuaria y de Desarrollo Económico de la Vertiente Atlántica (Japdeva) no puede sobrevivir con una planilla de 510 empleados. Ni los necesita ni tiene los ingresos para pagar sus salarios. La empresa ya invirtió cuantiosos recursos para ejecutar una significativa reducción de personal, pero el plan de supervivencia exige llevar la nómina a 275 personas.
Mantener la planilla actual pone a la empresa en el sendero del cierre definitivo y son los sindicatos, junto con la lenta ejecutoria de los tribunales de trabajo, los que la empujan en esa dirección. Los fondos necesarios para indemnizar a los trabajadores están en una cuenta embargada por el sindicato de la institución (Sintrajap) en el curso de una demanda por supuesto incumplimiento de la convención colectiva.
La negociación estableció un aumento del aporte patronal al fondo de ahorro que debía cargarse a las tarifas, pero la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos rechazó esa posibilidad y la institución no pudo hacer los pagos. La demanda exige el cumplimiento y el embargo recayó sobre los ¢5.740 millones apartados para pagar prestaciones y gastos de operación de los muelles.
En octubre, un tribunal de apelación ordenó anular el embargo, pero el juzgado no ha liberado las cuentas y el sindicato entabló nuevas acciones. Mientras tanto, Japdeva consume los pocos recursos remanentes y se dirige al impago de sus obligaciones si no se produce un nuevo esfuerzo de rescate.
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El dinero embargado proviene del constante flujo de fondos para financiar planes de transformación de la entidad. Los recursos nunca resultan suficientes por razones difíciles de justificar. La transformación quedó financiada cuando ya no hubo dudas del inicio de las operaciones del megapuerto de Moín. Una partida de ¢15.000 millones debió servir para pagar las liquidaciones de 900 trabajadores que ya no serían necesarios, pero bajo la presidencia de Ann Mckinley, durante la administración de Luis Guillermo Solís, el dinero se destinó a comprar dos grúas chinas, prácticamente inútiles tras la apertura de la terminal de contenedores de Moín (TCM).
Si el sindicato se resiste a permitir el avance de la transformación institucional y sus acciones erosionan la situación financiera de la empresa, el país debe dejar de renovar el flujo de recursos y plantearse el cierre definitivo. Las tareas relacionadas con la administración del canon cobrado a la concesionaria del nuevo puerto podrían trasladarse a una institución más pequeña y eficiente.
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Cuanto más tiempo pase, mayor será la erosión de las finanzas. Según la presidenta ejecutiva, Andrea Centeno, el daño ya está hecho. La transformación no podrá ser completada siquiera con los fondos embargados. El país no debe seguir invirtiendo en una institución en la cual el cambio tropieza con decisiones como la compra de grúas inútiles o el embargo de fondos para exigir el pago de una cláusula irracional de la convención colectiva.
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«Si no terminamos el proceso de transformación, se acaban las posibilidades de Japdeva y, día tras día, aumenta la criticidad por no poder reducir costos ni contratar servicios más eficientes», afirma la presidenta ejecutiva. Es hora de dejar clara la disposición a aceptar ese resultado y la determinación de no seguir sufragando pérdidas y proyectos de reorganización que al final no se materializan.
Los últimos planes de rescate exigieron la inversión de ¢49.000 millones, pero los réditos no se ven y hay poca esperanza de que lleguen a verse. Es hora de poner el punto final.