
Cada mes, al menos seis menores de edad denuncian ser víctimas de grooming. La cifra, revelada por el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) al Patronato Nacional de la Infancia (PANI), debe zarandear la conciencia de los padres. Estamos frente a una forma de abuso sexual, cometida por adultos que encontraron en las pantallas un terreno fácil para manipular, someter y silenciar a niñas, niños y adolescentes.
Podemos discutir regulaciones más severas, pero la realidad es que el primer filtro de protección está en la casa. Ese filtro nace de la educación, la presencia y la escucha. La prevención del grooming no empieza desconectando dispositivos, sino acompañando a los hijos en un entorno digital amenazante. Cuando un niño se siente respaldado, cuando sabe que puede hablar sin miedo a ser castigado y cuando la conversación fluye sin vergüenza, la pantalla deja de ser una trampa.
La magnitud de la amenaza queda retratada en las denuncias. Entre enero de 2024 y agosto de 2025, el OIJ registró 125 casos por seducción o encuentros con menores mediante medios electrónicos. Aunque decenas de casos no se denuncian, esos seis por mes, en promedio, obligan a reconocer el grooming como una forma contemporánea de violencia sexual, sostenida por la tecnología, pero enraizada en prácticas tan antiguas como la pederastia.
Esta realidad también queda expuesta en la II Encuesta Kids Online, elaborada por la Fundación Paniamor y el Instituto de Investigaciones Psicológicas de la Universidad de Costa Rica: un 12% de los adolescentes ha recibido mensajes con contenido sexual y, en un 3% de los casos, esos mensajes provinieron de adultos. Pero quizá el dato más impactante es que un 4,7% de los menores de edad admitió haberse encontrado en persona con alguien a quien solo conocía en línea. Cuando se extrapola a nivel nacional, estamos hablando de 31.000 menores que han dado un paso del mundo virtual al físico con un desconocido.
Es una señal de que el riesgo no vive únicamente en redes sociales tradicionales. Hoy, los depredadores han encontrado canales más accesibles y difíciles de supervisar. El reportaje del pasado domingo, ‘Grooming’ en Costa Rica: cómo operan los depredadores en los videojuegos, del periodista Christian Montero, da cuenta de ello con testimonios desgarradores.
Plataformas como Roblox, Fortnite o Minecraft –que, para muchos adultos, siguen siendo simples juegos– se han convertido en espacios donde operan perfiles falsos, se ofrecen regalos virtuales como señuelos, se construyen vínculos afectivos manipulados con precisión emocional y se despliegan estrategias de coacción, chantaje y aislamiento que dejan a los menores totalmente expuestos.
La misma encuesta Kids Online muestra que la edad promedio en que los menores reciben su primer celular es de 9 años, y que la mayoría de niños y adolescentes ingresan a Internet sin acompañamiento consistente. Mientras ellos pasan horas en videojuegos, plataformas de mensajería o aplicaciones sociales, muchos padres no conocen las funciones de privacidad, ignoran con quién interactúan sus hijos o confían en que “solo están jugando”.
A esto se suma un error en la cultura del castigo digital. La fórmula “si le pasa algo, le quito el celular”no protege ni educa; solo los deja más solos, porque muchos niños y adolescentes callan por miedo a perder el dispositivo, quedarse sin Internet o ser reprendidos. Expertos como Marcela Herrera, de la ONG ColibrIA, advierten de que esta medida termina produciendo el efecto contrario al esperado, ya que empuja a los menores al secretismo y allana el terreno para que el abuso prospere.
Aunque países como Australia han optado por prohibir el acceso a redes sociales para menores –una medida drástica que evidencia la gravedad del problema–, una acción de ese tipo no resuelve la carencia central. El verdadero vacío está en la desconexión entre la vida digital de los hijos y la presencia de sus padres. Sin una cultura de acompañamiento, cualquier restricción se vuelve una solución ineficaz.
El reportaje publicado el domingo evidencia que el país tiene mucho trabajo pendiente. Aunque el grooming se penaliza desde 2013 y la Ley 10020 elevó las penas hasta 12 años de cárcel y estableció un marco regulatorio más robusto, la legislación, por sí sola, no basta. Se requieren campañas nacionales sostenidas que impulsen la denuncia y posicionen este tema como una prioridad pública.
Es urgente revisar los vacíos legales que permiten a los agresores quedar en la impunidad, así como fortalecer el personal especializado en delitos informáticos y acelerar los procesos para recabar evidencia digital. También es indispensable fortalecer la cooperación internacional para rastrear a agresores que operan desde otros países.
Todo esto requiere recursos y voluntad política. En ese esfuerzo, el PANI, el Gobierno y la Asamblea Legislativa están llamados a asumir un papel decisivo, no solo ajustando leyes, sino garantizando el financiamiento. Pero, insistimos, el primer filtro de protección está en la casa.
